Esta ha sido una semana dura, complicada, exigente y rebosante de sinsabores. Una semana de ansiedad y nervios, de poco dormir y de mucho cansancio.
Aun así, salí a correr.
Y mira que el cielo amenazaba lluvia, gris plomizo, las nubes cargadas de agua.
En realidad, salí pensando en darme pronto la vuelta, sin cumplimentar ninguno de mis recorridos habituales. ¡Ni el más corto, el de 12 kilómetros!
Y lo tuve más claro aún cuando empecé un suave trotecillo y las rodillas y los tobillos me recordaron la paliza que les dí el pasado miércoles, jugando al baloncesto.
Cuando llevaba dos o tres kilómetros, con el resuello perdido y unos parciales horripilantes, pensé que aquello era absurdo. Hacía frío, no cogía un ritmo ni medio digno y todos los pensamientos que me cruzaban por la mente parecían teñidos del ambiente hostil de este mediodía.
Date la vuelta…
Date la vuelta…
Date la vuelta…
Al llegar al kilómetro cinco, donde los senderos empiezan a estrecharse e introducirse en el bosque, sí que estuve realmente a punto de volverme: me iba a llenar las zapatillas de barro y a meterme en todos los charcos habidos y por haber. Además, había empezado a chispear.
Date la vuelta…
Date la vuelta…
Date la vuelta…
Llegué al kilómetro seis, donde los senderos se bifurcan y el límite de mi recorrido corto. Creo que nunca había tardado tanto en llegar hasta allí.
Inicié el regreso.
Un par de cuestecillas me volvieron a cortar el resuello e hicieron crujir las rodillas, al bajar, con especial saña.
Y volvió el runrún a la cabeza:
Date la vuelta…
Date la vuelta…
Date la vuelta…
Fue entonces cuando reparé en aquel absurdo: ya no cabía darse la vuelta. Era imposible. Una vez alcanzado aquel punto, pensar en darse la vuelta carecía de toda lógica o sentido.
Ya que estaba volviendo, solo me quedaba una solución: apretar los dientes y cumplimentar el recorrido de la forma menos lesiva posible.
Al no caber la opción de darme la vuelta, me sentí liberado de aquella estúpida presión autoimpuesta en la primera mitad del recorrido. Y apreté el paso. No mucho, claro. Seguía teniendo los músculos cargados y el cuerpo cansado. Pero empecé a pensar en la comida, en la ducha y en la siesta. Volví a perder el resuello.
Claro que podría haberme parado y haber empezado a caminar, pero eso no haría sino alargar la vuelta a casa y era mejor seguir trotando. Es lo que siempre he hecho y lo que se me da mejor. ¡Jamás me he parado en mitad de una carrera, por cansado que estuviera, para ir andando! ¡Ni en la agónica Maratón de Sevilla, con la pierna izquierda cascada desde el kilómetro 25!
No iba a empezar hoy…
También habría podido salir a la carretera para tratar de que alguien me llevara. De hecho, había empezado a llover de verdad. Pero no me apetecía. Había salido a correr y volvería a casa corriendo. O al trote. Aunque fuera arrastrándome. Ni iba a tomar atajos ni me iba a rendir, por mucho que hiciera frío y que estuviera empapado. Y exhausto. Por mucho que la única recompensa, al terminar, fueran la ducha y un plato de macarrones.
Y la siesta, claro.
Jesús sin-vuelta Lens