Hay unas pocas películas que, al terminar, provocan determinadas reacciones, espontáneas y colectivas, en el público. Lo habitual suele ser recibir los títulos de crédito con una cierta indiferencia, recoger las pertenencias y desfilar hacia la calle, si acaso, comentando alguna cosilla con tu acompañante. Recuerdo, sin embargo, que al terminar “La vida de los otros”, todo el público rompió en un glorioso aplauso. O, al final de “The Artist”, que salías chasqueando los dedos y con ganas de bailar.
Cuando “12 años de esclavitud” llega a su fin y leemos en pantalla que todo lo que hemos visto está basado en hechos reales, la reacción de la gente es… el silencio. Un silencio denso y ominoso, de los que se cortan con un cuchillo. Noqueados contra el asiento, cuesta trabajo recoger los abrigos y salir de la sala. Y, sobre todo, cuesta articular palabra y decir algo sobre una película que admite decenas de adjetivos, todos ellos superlativos. Y durísimos: de brutal, descarnada o sangrante hacia arriba.
El título es ya bastante ilustrativo de lo que vamos a ver: los doce infernales años que pasará Solomon Northup, en principio, un hombre libre, negro, violinista y padre de familia respetado y querido en su comunidad, tanto por blancos como por negros. Doce años de pesadilla que comienzan cuando es secuestrado y vendido al mejor postor en el sur racista y supremacista de los Estados Unidos, donde la esclavitud estaba legitimada y legalizada.
Interpretado magistralmente por Chiwetel Ejiofor, el personaje de Solomon, despojado de su libertad, de su identidad y hasta de su nombre, pasa por todos los estadios, empezando por la incredulidad y la estupefacción hasta llegar a la ira, el conformismo, la desesperanza y, en muchas ocasiones, el terror. Pero nunca, nunca, pasa por la rendición.
Y mira que es como pensárselo. Lo de rendirse. Porque los doce años que Solomon tiene que soportar resultan especialmente áridos y dolorosos tras conocer, casi desde el principio, la agradable y acomodada vida que llevaba con su esposa y sus hijos. El contraste, así, es mayor. Y, por supuesto, la identificación del espectador con el personaje, infinitamente más impactante que en los casos en que vemos cómo los esclavos son secuestrados en África y llevados a Estados Unidos (la serie “Raíces” y la película “Amistad” serían los referentes más cercanos). Porque, funcionando también como metáfora de los tiempos en que creíamos que todo era sólido; viendo la película, sentimos como potencialmente propia la caída en desgracia de Solomon.
La película es larga. Y está filmada a través de tomas igualmente largas y morosas, con planos-secuencia extraordinarios, como ése en que Solomon es colgado de la rama de un árbol y ha de hacer equilibrios para no asfixiarse mientras, a su alrededor, los demás esclavos siguen trabajando, como si nada.
Las imágenes de las enormes mansiones de ese Deep South, con los sonidos de la naturaleza como la mejor banda sonora, son escalofriantes. Tanta belleza. Tanto sufrimiento. Tanta hermosura. Tanto dolor. (Ya decíamos AQUÍ que esta película iba a ser algo muy grande, lo que nos hace esperar con igual ansia la biografía de Mandela que está por venir).
Y luego están los diferentes personajes blancos con los que Solomon tiene trato. Reluce especialmente Michael Fassbender. Que no es que sea el actor de moda. Es que es el mejor actor del momento. Y punto. Su esquizofrenia y su relación de amor-odio con Patsey también pasa por todos los estadios posibles y desemboca en la secuencia de la que todo el mundo habla, que no vamos a describir y… que sí. Que yo considero necesaria. Como dice el propio director, Steve McQueen: “No es el momento de girarse o cerrar los ojos. Si (el espectador) lo hace, acepta ciertos aspectos de ello. Tiene que mirar… Es horrendo. Pero sí. Tenemos que aceptar esas cosas. Si no, no podemos seguir adelante”.
No sé si “12 años de esclavitud” se hartará de ganar todos los premios que se merece o su dureza y la crudeza de algunos pasajes serán demasiado indigestos para los gustos cinematográficos más conservadores. Pero es una película imprescindible y necesaria, de las que acreditan que el cine es más, mucho más que un mero entretenimiento.
Jesús Lens