Ayer lunes desayunaba en una cafetería del Zaidín a la que voy cuando tengo que salir del barrio. La tele estaba puesta, como siempre. La 1. A un volumen razonable. El presentador del programa en antena y sus contertulios hablaban sobre un execrable crimen, detallando cómo habían asesinado a una niña pequeña delante de sus padres, antes de matarlos a ellos también.
Nadie miraba la tele, pero todos la oíamos, que seríamos unos diez parroquianos respetuosos con el prójimo, sin gritos ni estridencias. Entonces, una de las clientas, que parecía habitual, eleva la voz:
-En la tele, nada más que noticias desagradables. ¿No podían poner algo bonito o positivo, para variar?
Responde la encargada de la cafetería, desde detrás de la barra:
-Es lo que que vende, nada más que malas noticias y tragedias…
La conversación no fue a más y se volvió a extender un cierto silencio en el ambiente. Todos seguimos a lo nuestro, unos leyendo el periódico, otros mirando al móvil, los de más allá hablando quedo entre ellos…
Mientras, la tele seguía desgranando con pelos y señales lo brutal del asesinato. Y todos continuamos escuchando aquel desagradable runrún que, la verdad sea dicha, hacía bastante indigeribles las tostadas, sobre todo, las de mermelada de fresa y las de tomate.
Ni que decir tiene que a los responsables de la cafetería no se les ocurrió apagar la tele y poner música, por ejemplo. Ni tan siquiera cambiar de canal. Los clientes, mansurrones, tampoco dijimos esta boca es mía.
Y, como si de una maldición bíblica se tratara, como si nos enfrentáramos a un fenómeno de la naturaleza contra el que nada se puede hacer, ayer lunes desayunamos rodeados por la sangre y las vísceras excretadas por la pantalla de la televisión pública, poniéndonos al día de las venganzas entre narcotraficantes, sus luchas intestinas y sus códigos mafiosos, que era la clave con la que los tertulianos interpretaban el crimen.
Reconozco que estuve tentado de pedir que quitaran aquella bazofia, pero no soy habitual de la cafetería, iba con prisa y no quise quedar como un melindres, un caprichoso o un mala follá.
Estoy convencido de que una gran mayoría de los presentes hubieran agradecido que alguien dijera en voz alta que, por favor, quitaran esa mierda de la televisión. Pero a nadie se le ocurrió.
Jesús Lens