El Twitter y sus 140 caracteres son un estímulo fantástico para trabajar la ficción súbita, los nanorrelatos, los aforismos y otras perlas de la contención dialéctica.
En estas semanas estoy enfrascado en tres secciones propias de la distancia que me resultan especialmente atractivas. Una está compuesta por los «No es lo mismo…», en los que me gusta jugar con la fonética y el doble sentido de las palabras. La segunda sección son los Diálocos, que no requieren presentación.
Y, ahora, sumo los «Cuánto daño ha hecho…» Así, la semana pasada se organizaba en el Facebook un animado debate en torno a «Cuánto daño ha hecho el concepto «Gratis» a la cultura».
Hoy lunes vamos con este otro: «Cuánto daño ha hecho la cámara lenta a la narración cinematográfica».
No. La violencia nunca puede ser la solución a los problemas.
Pero…
Entrada dedicada con todo cariño a esa gente cómplice que sabe del pacifismo militante de Pateando el Mundo, pero también de su rendido amor por la broma, la ironía y el cachondeo bien entendidos.
(Notas espontáneas, del tirón y sin repasar. Disculpen los errores y las erratas, pero no quiero que pierdan la frescura con que fueron escritas)
Esta mañana no podía entrar en este mi Blog. Por cuestiones técnicas, llevaba fuera de servicio desde la madrugada.
Me sentía raro, extraño, no pudiendo entrar en él. Como cuando te olvidas las llaves de tu casa y te ves en la puerta, impotente, expulsado de ti mismo.
Es en momentos como ése cuando aprecias la importancia que ha adquirido algo tan poco real, tan virtual, tan etéreo, tan extraño, tan raro, a nada que lo pensemos.
Anoche me acosté temprano así que hoy madrugué. No me extraña, con la que estaba cayendo. Relámpagos, truenos y una manta de agua que se podía cortar con un cuchillo. Subí la persiana, corrí el panel japonés que tengo en mi dormitorio, a modo de cortina, y volví a la cama, a ver llover. A escuchar la tormenta. A leer “El hombre que amaba a los perros”. Volví al lecho para soñar despierto. Para dormir entre planes, deseos, añoranzas, melancolías y todos esos flashes que el cerebro produce cuando estás entre la vigilia y la duermevela.
Quería escribir de todo ello, pero no tenía a acceso a este “Pateando el mundo”. Están el Twitter y el Facebook, claro. Pero no es lo mismo.
Me levanté y, a las 9.25 estaba en la peluquería. Diluviaba. La lluvia como tema de conversación. La lluvia como espectáculo, después, desayunando, todos mirando llover desde las cristaleras, que retumbaban con cada trueno, mientras la luz amagaba con irse tras cada relámpago.
La mañana seguía avanzando. Vimos a los Lakers perder, de nuevo. ¡Vaya racha, entre el Real Madrid y los angelinos! ¿Se puede compatibilizar el drama de la inmigración con ver baloncesto? Leemos a Sami Nair, en El País, siempre esencial. Hablando sobre el tema, precisamente. Y a Emma Bonino y Javier Solana.
Otros amigos blogueros sí tienen las puertas abiertas de sus moradas virtuales. Y nos permiten entrar en ellas, refugiarnos de la tormenta, mientras encontramos las llaves de nuestra casa. Rigoletto, por ejemplo.
Leemos más. Leemos a Vila Matas y a Muñoz Molina. Cada uno de sus artículos es necesario. Imprescindible. No sólo por lo que cuentan, sino por la cantidad de pistas que ponen en nuestro camino, para descubrir nuevos autores, libros, cineastas, artistas, museos, cuadros y exposiciones. De lo nuevo de Herzog (yo de mayor, quiero ser él) a un tal Schwob: “Malas lenguas comentaban que era un hombre muy móvil, pues se le veía por un instante de una forma, peo en seguida pasaba a ser distinto, visible y diferente desde otro ángulo y otro lado, y así iba moviéndose sin parar, hasta que doblaba cualquier esquina”.
Lo anoto. Junto a la reseña de “La vida en espiral”, la nueva novela negra del senegalés Abasse Ndione, cuya anterior «Ramata» tanto nos gustó, aunque al final se le fuera la pinza. Senegal… ¡menos mal que nos queda el Senegal! Antes era una anécdota, ese comentario. Ahora es una afirmación, cargada de sentido, lógica y necesidad. ¡Menos mal!
En cualquier otra ocasión, no habría hablado de nada de esto. Hubiese mandado esos artículos a personas concretas y determinadas, por e-mail, sabiendo que les gustaría y les interesaría. Igual que das los buenos días, de forma genérica, a todo el mundo, pero de forma sentida y especial, de forma privada, a quiénes más te apetece y deseas.
Al volver de la calle, se me ocurrió la idea para uno de esos cuentos recurrentes que tanto nos gustan: las adaptaciones del clásico de Monterroso a nuestra vida cotidiana. Pero no lo podía bloguear. ¡Porque estaba fuera!
El cuento sería algo así como:
“Cuando subió en el ascensor, su olor todavía estaba allí”.
¿De qué sirve, escribir, si nadie te va a leer?
Y me acordé de otro recortico que tenía en el despacho, y que encontré la otra tarde, cuando hacía limpieza de papeles y trataba de poner un poco de orden en el caos que me rodea.
Era de Tolstoi. Y decía: “Escribir no es difícil, lo difícil es no escribir”. ¡Y tanto! Tantas veces cogía el móvil, para escribir, un SMS, un e-mail, cuantas lo soltaba y lo apartaba de mí. Porque lo difícil, efectivamente, es no escribir.
Voy a la nevera. Me gusta el agua fresca. Pero tengo una botella, ya vieja, cuya agua sabe a plástico. ¡Qué asco! No hay nada más repugnante que el agua mala. O sí. Peor es no tener agua que beber, claro. Pero eso, ni se nos plantea. Vacío y tiro la botella. No es problema.
Tengo ganas de escribir. Tengo dos cuentos, en la cabeza. Y aún no he tenido tiempo ni oportunidad de sentarme, con calma, con ganas, a escribirlos.
Pero hay que correr. Y, esta tarde, hay que ir a la Feria del Libro. Que viene nuestro querido Alfonso Mateo Sagasta, a presentar su excepcional “Caminarás con el sol”. ¡Hay que estar con él! Con sumo gusto.
Me llama un amigo por teléfono. Sé que piensa que estoy dolido por un tema. Y hace lo imposible por transmitir confianza, serenidad y buen rollo. Por tender puentes. Él no sabe que no me hace falta, pero se lo agradezco igualmente.
Cuento todo esto porque, por unas horas, no lo podía contar. Si hubiera podido hacerlo, si no hubiera estado fuera, expulsado de mi propia dimensión virtual, ¡todo esto que os habríais ahorrado!
Seguramente sí habría compartido una pregunta. Aunque seguramente no habría sido hoy:
– ¿Dónde estáis, vosotras?
Pero ahora todo está bien. Podemos entrar, nuevo. ¡Estamos dentro!