Me estoy haciendo viejo. Es un hecho incontestable del que da fe un documento: el Nacional de Identidad. Y, además, una serie de detalles que complementan al frío dato del DNI. Por ejemplo, cuando en un formulario de Internet tengo que buscar mi año de nacimiento y el muy ladino se esconde en lo más profundo del listado. O cuando, en las carreras, aparezco en los listados de Veterano B. ¿O es ya C?
Hoy me ha vuelto a pasar cuando, para preparar esta reseña, me he ido a repasar la filmografía del director de la agridulce comedia “Las ovejas no pierden el tren” y me he encontrado con que su primer trabajo, un cortometraje titulado “El columpio”, fue una de aquellas piezas que yo vi en el momento de su estreno. 1992. Eran tiempos en los que las televisiones daban cortos. ¡Qué tiempos!
Pero no nos desviemos del camino. Porque, con este preámbulo, lo que yo quería decir es que mi vida como espectador y crítico de cine está generacionalmente ligada a la de Álvaro Fernández Armero, nacido en 1969 y cuyas películas suelen tratar muchas de las cuitas que nos han ido asaltando a los que éramos veinteañeros en los 90, a los que entramos en la treintena con el año 2000 y a los que la crisis de los 40 nos asaltó cuando abordamos una década que ya empieza a consumir su primer lustro.
Con “Las ovejas no pierden el tren”, el director y guionista vuelve a acertar. De pleno. Porque sus personajes podrían ser los de sus cintas anteriores, pero ya instalados en esa cuarentena en la que, si te despistas, se te escapa el tren. Para siempre. Por ejemplo, el periodista y escritor que lleva 12 años de sequía creativa desde que publicó una exitosa novela y que se ha mudado a un pueblo rural con su mujer y su hijo, en busca de la inspiración. Y lo de pueblo rural no es pleonasmo, que conste. O su hermano, un corresponsal de televisión de larga trayectoria que, separado y con dos hijas, trata de reinventarse, personal y profesionalmente. Y para ello, sale con una chica veinte años más joven mientras trata de sacar adelante una agencia de comunicación.
Y están los padres de ambos dos. Él, con Alzheimer. Y ella, que empieza a no poder más. Y están sus parejas. Y las madres de ellas. Y las hermanas. Y los amigos. Y los colegas. Y los vecinos. Y lo que les va pasando a todos ellos, juntos y por separado.
Además, por supuesto, están los sueños. Sueños, entre rotos y hechos añicos, la mayoría. Y los proyectos, muchos de los cuáles rozan el surrealismo. Y luego está la realidad. La del Bla Bla Car, por ejemplo. Aunque tenga mucho de ecológico, supuestamente. Y la de la crisis. La económica, en este caso, además de la emocional. Y el cinismo. Y la ternura. Y la insatisfacción. Y la complicidad. Y el egoísmo.
Y luego están, claro, las ovejas. Y los trenes. Porque, a ver: ¿quién no ha tenido y/o tiene miedo de perder el tren, en una u otra estación de su vida? El tren, como metáfora, claro. Aunque, concretamente en Granada, no es una metáfora que nos impresione, dado que aquí vamos escasos de ferrocarriles. Pero no nos desviemos. Otra vez. Porque perder el tren es algo chungo. Y grave. Sobre todo, a partir de ciertas edades.
¿O no?
Pues dependerá, también, de si había mucho tráfico en la carretera. O no. Y de la prisa que tengas. En llegar. O en salir. Y del destino al que te diriges. Si crees en destinos, claro, sean humanos… o divinos.
Porque la película de Álvaro Fernández Armero nos habla de todas esas cosas de la vida, sencillas. Del día a día. Y lo hace de una forma amable y desenfadada, utilizando el extraordinario diseño de producción de su película para potenciar sus tesis, a partir de los diferentes espacios y escenarios en que los personajes se encuentran, se desencuentran, se pelean y se reconcilian. De los exteriores de los edificios y las calles de la ciudad a las solitarias calles del pueblo de piedra, pasando por los bares, las cafeterías, los restaurantes, los lofts y esos hipsters con luengas barbas y tatuajes tribales, que ya forman parte de cualquier paisaje contemporáneo.
Con la satisfacción de reencontrarme con una película de AFA, tras varios años de silencio, les recomiendo que vean “Las ovejas no pierden el tren” y que después, si les apetece, hablemos. De las metáforas. Por ejemplo.
Jesús Lens