Un encuentro casual

Había ido a Calahonda a comprar el periódico. Salía de la tienda con mi mascarilla y estaba a punto de coger la bicicleta cuando me lo encontré de frente. Empezamos por levantar la cabeza y enarcar las cejas, ese típico gesto de reconocimiento humano que nos acompaña desde que fuimos neardentales. Nos aguantamos la mirada un par de segundos y, tras el “¡Ehhh!” preceptivo, propio de los Australopithecus, me sentí en la obligación de preguntar: “¿Qué tal?”.

Ni que decir tiene que no sabía quién era el otro. Pero en verano y en la Costa Tropical, desgreñados y sin afeitar, todos los gatos somos pardos.

—Pues bien. Pasando unos días de descanso, que falta hacía.

—Y tanto, que vaya año llevamos.

—Año largo, sí. ¿Qué estás tal tú?

—Pues estamos, que no es poco. ¿Qué hacías tú ahora, por cierto?

La pregunta buscaba, evidentemente, tratar de identificar a mi contertulio de una maldita vez.

—Pues lo mío se cayó con la pandemia, pero he conseguido unas clases por aquí y unas correcciones por allá y no me puedo quejar. Para como podríamos estar…

—¡Anda que no! Lo importante es tirar pa’lante.

Como por lo profesional no daba con la tecla y el tipo era alto, tiré por la parte baloncestísitica.

—Oye, ¿y sigues jugando?

—Que va. Lo dejé. Si aquello no fue más que una folletá, la verdad, pero Lola estaba acojonada por si acababa ludópata perdido y corté de raíz. Mejor, la verdad. A saber si tenía ella razón y no controlaba tanto como me pensaba…

A aquellas alturas de la conversación estaba más perdido que un votante de Ciudadanos así que hice lo único que podía hacer.

—Voy a tomar café. ¿Te vienes?

Al final fueron dos cafés bien despachados, que también le gustaban el género negro y los viajes.

—Oye, déjame tu número, que perdí la agenda y no te tengo fichado.

—Te llamo y cuelgas.

Trasteé con el móvil dudando cómo bautizarle. Le había puesto ‘Desconocido’, pero resultó que ya tenía otro contacto con ese nombre en la agenda. Y cuando iba a teclear ‘Desconocido de Calahonda’, me dijo:

—Me llamo Luis. Luis Aranzana. ¿Y tú? La verdad es que yo tampoco tenía ni pajolera de quien eras, pero me dio fatiga decírtelo y te seguí el rollo a ver si lo averiguaba.

Jesús Lens

Mujeres en un autobús

Cogían el 4 a la misma hora, en dirección al trabajo. Eran viejas amigas, aunque ambas se sentían feliz y desprejuiciadamente jóvenes. Sobre todo, los viernes.

—Vaya leche—, dijo Angustias—. Este fin de semana va a hacer malo. ¡Con lo organizadito que lo tenía todo!

—¡Pero qué dices!— le respondió Esperanza—. Según mi móvil, van a subir las temperaturas.

—¡Anda ya! En el mío, bajan. Además, hay riesgo de lluvia.

Se enseñaron los móviles respectivos y, cuando comprobaron que ambas tenían razón, se echaron a reír. Al cesar las risas, en vez del socorrido “estos del tiempo no dan una”, Esperanza le propuso un trato a Angustias.

—No tengo nada importante previsto para estos días. Sólo quiero acabar la novela que tengo entre manos y ver Netflix. ¿Por qué no te llevas tú mi teléfono, donde dice que va a hacer bueno, y me quedo yo con el tuyo? ¡Con lo que me gusta leer tumbada en el sofá con una mantita mientras llueve afuera!

Esta vez fueron carcajadas. Sin embargo y sin pensarlo mucho, se animaron a intercambiar sus teléfonos. “Puede resultar divertido”, se dijeron tras darse los pines respectivos y quedar en avisarse si ocurría algo grave.

El lunes por la mañana, de nuevo en el autobús, al devolverse los móviles, Esperanza y Angustias se sentían confusas y extrañas. Cortadas.

—Que calladito te lo tenías.

—Pues anda que tú… ¡quién lo habría dicho! Con esa carita de no haber roto un plato en tu vida.

El martes no coincidieron. Una de ellas cogió el Metropolitano. La otra se fue andando con la excusa de que le vendría bien hacer algo de ejercicio. El miércoles, sólo una se decidió a retomar el bus. El jueves, ambas; aunque no se sentaron juntas. Llegado el viernes, aunque incómodas y recelosas, volvieron a compartir asiento.

A punto de llegar a su destino, al unísono y sonriendo, ambas preguntaron en alta voz: ¿Qué tiempo dice tu móvil que hará mañana?

Jesús Lens

A la contra

—¡Manuel Pablo, vamos que llegamos tarde!

—Espera, chiquilla, que me había olvidado las gafas de sol…

—¿Las gafas de sol? ¿Estás tú tonto o qué? ¡Si son las ocho de la tarde!

—¿No habías dicho que íbamos a ir a lo de las luces de Navidad? Pues yo no paso por ahí sin las gafas de sol, que Antonio Miguel todavía no ve bien después del fogonazo que le pegó…

—Anda que no eres exagerado…

—Ya, ya. Exagerado… Luego me lo cuentas.

Por si las moscas, Aurora decide que lo mismo no está de más echar las gafas de sol en el bolso. Mayormente por no tener que oírle, llegado el caso. Mientras las busca, Manuel Pablo enciende la tele.

—¡Manuel Pablo, vamos que ya sí que llegamos tarde! ¡Levanta ese culo aplanchetao del sofá!

—¡Espera, espera, que está Juanma en la tele!

—¿Qué Juanma?

—¿Qué Juanma va a ser? Moreno Bonilla, en la Cumbre del Clima de Madrid.

—¿Y qué hace allí?

—Intervenir.

—Intervenir, ¿dónde?

—En la tribuna de oradores. Explicando la Revolución verde, un compromiso de acción por el clima desde Andalucía.

—¡Anda ya, so flipao! Si estuvo hace dos días en el encendido de las luces de Málaga, dándole caña al tinglado y metiéndole billetes por un tubo a las eléctricas.

—Eso sería antes de ayer. Hoy es un revolucionario verde.

—¿Habrá visto la luz?

—O habrá visto a Greta…

Manuel Pablo y Aurora, por fin salen de casa. El choque térmico es brutal. A ellos les gusta sentirse a gusto en su salón. Que pequeño, pequeño; no es. Les gusta estar en manga corta, que no hay como llegar al hogar y sentir su calor, después de quitarse las pellizas, las bufandas y los saquitos.

—¿No íbamos a ir dando un paseo?

—¿Con este frío? Ni de coña. Anda, tira para adentro y bajamos por el coche.

—¿Y dónde vamos a encontrar aparcamiento, en el centro, a estas horas?

—En el centro no lo sé. Pero en el centro comercial…

—¡Ay, sí! Que allí la calefacción está a tope.

—Pues eso.

Jesús Lens

La calculadora científica

Estaba en la papelería, comprando unos sobres. Acababa de pagar y, mientras guardaba la cartera, la dueña del establecimiento atendió a la siguiente clienta.

-Hola. ¿Tenéis calculadoras científicas?

Cuando escuché aquellas dos palabras, calculadora científica, sentí el suelo abrirse bajo mis pies y fuertes palpitaciones en el pecho. ¿No les ha ocurrido a ustedes, despertarse en mitad de la noche, sobresaltados por la pesadilla de que aún tienen una asignatura pendiente del bachillerato o de la carrera? Y eso, sin ser cargos políticos con el curriculum más tuneado que el careto de Mickey Rourke.

Así me sentí yo, sujetándome al mostrador de la papelería, presa de un vahído. Era como estar en los 80 otra vez, de vuelta a un mundo analógico en el que la encarnación del Infierno era… una calculadora científica.

¿Se acuerdan de ellas? Eran unos instrumentos diabólicos compuestos por dos partes claramente diferenciadas: las teclas de la calculadora de toda la vida y otras, de un color distinto y distinguido, solo aptas para los iniciados. Eran teclas misteriosas con propiedades mágicas. Al menos, a mí me lo parecían: cada vez que las pulsaba, los números enloquecían y en la pantalla aparecían cifras aleatorias terminadas en una amenazante E.

-Tenemos dos modelos- contestó la dueña de la papelería-. Esta, más básica, cuesta 35 euros. Esta otra, con muchas más funciones, sale por 70.

Funciones. Aquella era la palabra mágica con la que siempre traté de engañarme a mí mismo. Las muchas funciones de la calculadora científica. Aquellas funciones que, por fin, deberían convertir el arcano ininteligible de las matemáticas en algo sencillo y comprensible.

Jamás ocurrió así. La calculadora científica no ayudaba con las matemáticas. Pero es que, además, jamás llegué a saber cómo se usaba, para qué debía servirme ni el sentido o la utilidad de su enorme caudal de funciones. De hecho, como bien dice mi buen amigo Manolo Pedreira, acabamos estudiando Letras puras solo para no enfrentarnos a ellas. ¡Ay, la calculadora científica, imprevista y fiel aliada del Latín y el Griego! O, quizá, ese fue siempre el maquiavélico plan.

Jesús Lens