Los dos impávidos

Los dos impávidos

El pasado viernes llegué tarde a mi clase en ESCO. Iba justo de tiempo, que me había entretenido en el kiosco de prensa, cuando algo raro llamó mi atención. Iba sin gafas y no veía bien, pero parecían dos personas tiradas en el suelo. Al acercarme confirmé que, efectivamente, dos muchachas estaban enzarzadas en una pelea al pie de un banco de madera.

Una de ellas estaba tendida en el suelo, tirándole del pelo a su contrincante, mientras esta le propinaba una andanada de violentos puñetazos. No se andaban con chiquitas.

Lo más sorprendente era que dos chicos las contemplaban sin hacer nada, sentados sobre el respaldo del banco mientras ellas se hinchaban a palos. Solo reaccionaron cuando me acerqué, e hicieron tímidos intentos por separarlas. Las llamaban por sus nombres de pila, por lo que estaba claro que las conocían. Que eran todos amigos o, al menos, compañeros de clase, que estaban muy cerca de un instituto del barrio.

No se me va la imagen de la retina. Dos personas dándose una somanta de palos y otras dos contemplándolas como si nada. Como si fuera lo más normal del mundo. Como si no fuera con ellas. ¿Cómo es posible?

Instantes después aparecieron otras compañeras y terminaron de separar a las contendientes. No me quedé para comprobar qué había pasado ni por qué. Me pareció indecoroso. Y, sobre todo, no tenía claro que pudiera contenerme y exigirles responsabilidades a los dos impávidos espectadores que no hicieron nada por evitar la paliza en primera instancia. Preferí marcharme.

No quiero hacer sociología de baratillo sobre un episodio que supongo aislado. Lo normal, cuando paso a la entrada y a la salida de clase por el instituto de marras, es el buen rollo que se respira en el ambiente. No creo que esos episodios de violencia estén al orden del día. Y precisamente por eso me sorprende la inacción de aquellos dos muchachos. ¿Por qué no hicieron nada por evitar o interrumpir la pelea? ¿Por qué se estuvieron quietos, impávidos?

Jesús Lens

Contra los bulos

Hoy es el día no festivo del nuevo año en que todo vuelve a comenzar. Y lo hace a toda velocidad, sin conceder treguas ni período de adaptación. ¿Síndrome posvacacional? ¡Menos cuentos! Es lunes y se abre una toda una semana frente a nosotros para devolver llamadas, contestar correos pendientes, concertar reuniones y resolver decisiones aplazadas.

Comienza un año, además, que va a resultar especialmente movido e interesante en clave local, con las elecciones municipales del próximo mayo a la vuelta de la esquina. ¿Cómo será la relación entre la vieja, la nueva y la requetenueva política de las plataformas regionalistas entrando en liza electoral? Ya les digo que nos vamos a divertir…

Comienza todo hoy, de nuevo, y es importante tener propósitos de año nuevo. Yo he consensuado varios conmigo mismo. Son más o menos habituales y predecibles: volver a correr, mejorar la alimentación, ir más al cine, organizarme con los horarios, desconectar la chismología cibernética más y mejor…

Y con ello entramos en el meollo de la cuestión: con todo cariño y sin acritud, voy a luchar firmemente contra los bulos, las falsas noticias y los camelos interesados. Y lo voy a hacer de una manera tan sencilla como efectiva: eliminar de mis redes, contactos, muros y líneas del tiempo a quienes contribuyen a difundirlos, sea por interés, por partidismo o por simple dejadez.

Insisto: sin acritud. Pero firmemente. Me he cansado de discutir con conocidos que comparten bazofia de webs racistas y xenófobas de extrema derecha y que, cuando les demuestras que es mentira, siguen en sus trece con el peregrino argumento de que podría ser verdad y que mejor prevenir que curar.

No es una cuestión de ideologías, que conste. Ni de opiniones, que los bulos y las noticias falsas no son opiniones. Son sucias mentiras. Y la tecnología actual nos permite comprobar la veracidad de cualquier información en apenas unos segundos: ante la duda, no hay más que contrastar con las páginas de los periódicos de referencia, en otras tan profesionales y curradas como Maldito Bulo o en las cuentas de Twitter de la Policía y la Guardia Civil.

Ninguno estamos libre de pecado. Hace unos días, metí la pata con un fake sobre el estreno de “Juego de Tronos”. Me lo hicieron ver y, sobre la marcha, edité. Y no pasa nada. Pero el empecinamiento, no.

Jesús Lens

¿A favor o en contra?

No sé si estoy a favor o en contra. Y les confieso que es una cuestión que me inquieta y a la que he dedicado tiempo, esfuerzo, dedicación y recursos. Quiero decir con ello que no me resulta indiferente, aunque haya veces que me canse.

En realidad, me gustaría que la cuestión me resbalara para poder pasar de ella, enarcando una ceja y mirándola de soslayo, sin prestarle más atención. Por desgracia, no es así.

He leído los argumentos de unos y los de otros. Después, me he centrado en las críticas de los otros a los argumentos de los unos. Y viceversa. Y no puedo sino concluir que ambos tienen su parte de razón. En la misma proporción que no la tienen.

Fíjense si el tema en cuestión me interesa y me preocupa que he escuchado tertulias de radio y televisión, buscando puntos de vista diferentes y originales; y he leído un par de ensayos sobre la materia, a ver si profundizando de forma honda y sesuda, terminaba por determinar si estoy a favor. O en contra.

Pero sigo sin conseguirlo. Aunque no he cejado en el empeño y sigo perseverando. He cambiado de enfoque y de perspectiva. He mudado de piel, como las sepientes, para ver si así. Y nada. He visto varios documentales y, además, he conversado en persona, por teléfono y a través de correo electrónico, con especialistas en la cuestión.

Eran tan, tan especialistas, que he conseguido deconstruir el asunto, separándolo en bloques, para ver si, a través de la fragmentación, me llegaba la lucidez necesaria para determinar de una maldita si estoy a favor o en contra. Pero no hay manera.

Eso sí: ahora soy una eminencia en el tema. Lo que podríamos llamar un experto, una voz autorizada. Pero sigo sin ponerme de acuerdo conmigo mismo, incapaz siquiera de llegar a un acuerdo de mínimos, con las líneas rojas tan bien trazadas que me resulta imposible llegar a un principio de consenso.

Los lunes, los miércoles y los viernes; estoy a favor. Martes, jueves y sábados; en contra. —¿Y los domingos?— Los domingos, de resaca. Porque llega el lunes y, misteriosamente, me encuentro otra vez posicionado. Pero en contra, esta vez.

¿Y usted, amable lector? ¿Me echaría una mano y sería tan amable de decirme si está usted a favor o en contra?

Jesús Lens

Cambios disruptivos: ¡ojito!

Mi columna de hoy, en el periódico IDEAL. No sé cómo verás la cuestión y si estás o no muy de acuerdo… ¿Eres de cambios disruptivos o tiendes más al lampedusianismo del que “todo cambie para que todo siga (más o menos) igual?

Hay un momento en la película “Detour”, un clásico del cine negro norteamericano de los años 40 del pasado siglo, en que un personaje llama por teléfono a su novia, desde Nueva York a Los Ángeles. Utiliza una cabina y las imágenes, para mostrar lo importante, larga y complicada que es la llamada, muestran a las célebres operadoras, afanándose en meter y sacar las clavijas de conexión en inmensos paneles frente a ellas.

 Disruptivos

Quiso la casualidad que viera esta película poco después de “10.000 kilómetros”, una de las candidatas a los Goya de este año, en que se cuenta la relación a distancia de un chaval de Barcelona con su pareja, que se ha mudado a Los Ángeles. Lo novedoso de la película es que todo su desarrollo está basado en los diálogos, las conversaciones, las broncas y discusiones que mantienen los dos únicos personajes… a través de las novísimas tecnologías de la comunicación. Así, ambos duermen junto a sus portátiles, acompañados por la imagen del otro en pantalla. Hablan por Skype, se comunican por Whatsapp, a través de Facebook, por correo electrónico… hasta un tutorial de cocina on line se hacen, a través de Internet, en vivo y en directo. ¡Un no parar de estar permanentemente comunicados!

 Disruptivos 10000

En unas decenas de años, todo lo referente a la comunicación ha ido sufriendo avances tan prodigiosos que podríamos trazar un larguísimo itinerario de hitos disruptivos, desde el primitivo telégrafo hasta los actuales (y tiranos) Smartphones. Ahora, cuando el Whatsapp se cae un par de horas, las Redes Sociales hierven de indignación. ¡El horror! ¡El horror!

 Disruptivo WhatsApp

Así las cosas, nos hemos acostumbrado a tantos y a tan vertiginosos cambios tecnológicos que nuestra vida cotidiana se nos va quedando atrás, incapaz de proporcionarnos las satisfacciones que debería. Si los teléfonos y las televisiones cambian a tal velocidad, ¿por qué no deberíamos hacerlo nosotros, como personas y como sociedad?

Es entonces cuando empezamos a barajar la posibilidad y el anhelo de cambios disruptivos, también, en la realidad que nos rodea, en nuestro día a día. Solo que no debemos olvidar que esos grandes cambios, excitantes de por sí, además de provocar una brusca ruptura con lo anterior, conllevan la desaparición de costumbres, productos y servicios que eran de uso habitual en la sociedad.

 Disruptivo Televisión curva

Y es que el cambio disruptivo nos hace considerar que todo lo anterior, lo viejo; no solo está desfasado, sino que también es inferior en cuanto a calidad, prestaciones y satisfacciones.

Leo que la plataforma Uber, una disruptiva pesadilla para los taxistas de las grandes ciudades del Primer Mundo, anda estos días muy preocupada por la irrupción de Google en el mercado de los vehículos sin conductor, controlados y conducidos por GPS y por control remoto. Sin que aún haya sido aceptada, utilizada y digerida por buena parte de la sociedad… ¡Uber empieza a estar obsoleta!

Ojito con determinados cambios disruptivos. Que sí. Que su mera anticipación nos excita y nos saca de la abulia y de los cansinos lugares comunes que nos rodean. Pero que, por su propia naturaleza, esos cambios no solo no tienen marcha atrás, sino que no tardan en ser superados por otros que no habíamos sido capaces de prever y anticipar.

 Disruptivo Televisión

Jesús Lens

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