REGALOS

La columna de IDEAL de hoy viernes, en clave sencillita, poco polémica, costumbrista.

 

Este año, inmersos en la furibunda crisis que nos invade, parece que estamos menos receptivos a darnos esas pantagruélicas comidas de empresa que enlazan con la cena de la Peña para, al día siguiente, continuar con un ágape con los amigos del Club y terminar con unas cervezas con los ex compañeros de facultad.

 

Esta ralentización del ritmo gastronómico no sólo resulta beneficiosa para el bolsillo de (casi) todos, sino también para la salud, el colesterol y los triglicéridos. El problema es que, de esta manera, parecemos perder el contacto con los amigos. Si un colectivo no se junta a final de año, parece que algo no va bien entre sus integrantes, como si fueran una pareja que no celebra su aniversario.

 

Hay una fórmula muy sencilla, sin embargo, de demostrar aprecio por la gente: el regalo. Y no es fácil, regalar. Es decir, resulta difícil dar con el regalo adecuado para una persona, siempre que quieras ir más allá de un simple y sencillo «salir del paso».

 

Por eso, a mí me encanta regalar libros. Me gusta recordar los gustos literarios de mis amigos e intentar anticipar qué libro les puede emocionar cuando lo reciban o, al menos, qué título les va a arrancar una sonrisa al terminar de desenvolverlo. Y no es baladí, regalar un libro. Sobre todo, porque buena parte de los lectores terminan llevándoselo a la cama y acostándose con él.

 

También me gusta, en otras ocasiones, regalar libros que se salen de lo normal, intentando sorprender a los amigos, descubriéndoles universos literarios nuevos, convenciéndoles de que otro mundo es posible. Y, por la misma regla de tres, me encanta que me los regalen a mí. Todavía recuerdo aquél día de mi santo en que Toñi, en vez de mis dos libros de rigor, pensó que había llegado la hora de regalarme algo más serio, como unos gemelos, porque había empezado a trabajar ¡Qué berrinche! ¡Qué mal rato!

 

Sólo una cosa me incomoda cuando recibo un libro: que alguien se sienta decepcionado si no lo leo en un plazo razonable de tiempo. Por eso me gustaron mucho unas palabras de Azaña, con las que me identifico plenamente: «El verdadero aficionado a los libros sabe que el placer concluye con su adquisición; mejor dicho, que la delicia suprema consiste en tener el libro a nuestro alcance, en saber que es posible leer en él… y luego no leerlo».

 

¿Les parece extremista? Quizá. Pero no le falta razón al viejo Azaña. En casa ya debo tener más libros de los que sería capaz de leer en tres vidas y, sin embargo, pocas cosas más reconfortantes y felices que recibir otro. Sobre todo, cuando se trata del libro preciso regalado por un buen amigo, en el momento adecuado, primorosamente dedicado. Los libros. Regalos sencillos, baratos, perdurables, que siempre valen mucho más de lo que cuestan.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.