A ver. Estoy en un hotel-refugio de montaña cerca de lo más alto del Monte Líbano, donde dormimos con la intención de, mañana temprano, salir a ver los famosos cedros que forman parte del imaginario libanés hasta el punto de haberlo incorporado a su bandera.
Mi panda de amigos andan dando una vuelta, pero yo estoy cansado y me apetece un rato de relax antes de la cena. Además, el sawharma de pollo que me comí hace un rato no me ha terminado de caer bien y estoy purgando los efectos del severo cambio de dieta, siempre atractivo y sugerente, pero con efectos colaterales indudables en forma de digestiones complicadas y tripas con tendencia a soltarse.
Hoy, el día ha tenido dos focos de interés: Baalbek y Trípoli. Si os parece, dejo un par de enlaces sobre cada lugar para que os hagáis una idea de la historia del Templo de Júpiter, el más grande jamás construido por los romanos y también del castillo que los cruzados construyeron en Trípoli, nada que ver con la capital libia, que conste.
Dicho lo cuál, a mí me gustaría hablar de la extraña mezcla de sensaciones que tengo al estar haciendo turismo en una de las zonas más calientes del mundo, bélicamente hablando. Ayer dormimos en uno de esos hoteles que a tanta gente ponen de los nervios. El Palmira, construido en el siglo XIX, es más viejo que Carracuca por cuyos han pasado jefes de estado, artistas y viajeros de todo el mundo. De De Gaulle a Jean Cocteau. De hecho, y esto le gustará a Antonio, El Padrino, en la Primera Guerra Mundial fue cuartel general de los alemanes y, en la II, albergó a los ingleses.
Un hotel, por tanto, cargado de historia y, por supuesto, frío, incómodo y desapacible. Frente a las ruinas de Baalbek, desde su terraza se ven los restos romanos. Además, enclavado en el corazón del chiísmo más duro, feudo de Hezbolá, el Partido de Dios, cuyo símbolo incorpora una metralleta, para dejar claras las cosas.
No podemos visitar la mezquita chiíta del lugar, de clara inspiración iraní, hermosamente decorada. Es peligroso. El líder de Hezbolá ha llamado públicamente a una tercera Intifada e Israel amenaza al Líbano una vez termine su trabajo con Gaza. ¿Y que hacemos nosotros? Cenar y, después, pasar a un pequeño bar donde algunos nos tomamos unos vodkas y whiskies, hablando de nuestras vidas, riendo y contando historias.
Por la mañana, tenemos las ruinas de Baalbek para nosotros solos. Y para una pareja francesa que está allí con sus tres niños, el mayor de los cuáles no tendría más de seis años. Ni el gato, hay aquí. Lógico. ¿A quién se le ocurre? Y podemos disfrutar de una visita maravillosamente relajada, tranquila e ilustrativa. Me recreo en el paisaje, en el viento helado, gozando con las columnas más altas que los Romanos instalaron en todo su feudo. Aprendo de la sabiduría de Daniel y paseo, solo, por un recinto milenario cargado de historia y simbología, no en vano, el templo se sitúa sobre otro anterior, dedicado al mítico y sugestivo dios Baal.
Y, mientras, los amigos me preguntan que cómo está todo. Que las noticias son preocupantes y que están alarmados por mí. Y yo, sintiendo las emanaciones de fuerza que vienen de los templos del Sol, del fastuoso Templo de Baco, cuyos muros tantas cosas deben haber visto. Y el Templo de Venus… primero de rezaba y se purificaba, luego se bebía y se tomaban drogas, y después de folgaba. Cada templo cumplía su papel. Y el de Baco, realmente de Hermes, estaba consagrado al Dios de los comerciantes… y los viajeros.
Trasponemos, después, hasta Trípoli, otra ciudad problemática ya que es cuna del fundamentalismo sunní. La carretera está llena de controles militares y, cuando llegamos al castillo de los cruzados de la ciudad libanesa, nos lo encontramos toado por los propios militares. Hay dos tanquetas en la puerta, sacos terreros y decenas de soldados fuertemente armados, mirando al horizonte, por los cuatro puntos cardinales. ¿No habían terminado ya las cruzadas?
En ese ambiente, hacemos una visita histórica y turística de lo más singular. Los militares parecen pensar «¿Qué coño harán estos aquí?», pero nos dejaban que les hiciéramos fotos. Sin problema. Y mientras paseamos por el mercado medieval de Trípoli, como congelado en el tiempo, abigarrado, fascinante, bullicioso… vemos cómo las televisiones muestran los muertos provocados por los bombardeos israelíes y cómo los clérigos clamas venganza. Las radios repiten esos mensajes, pero cuando paramos a comprar unos shawarmas para almorzar, los chavales se desviven por hacerlos a nuestro gusto, nos dan la bienvenida al Líbano, se alegran de tenernos allá y nos acompañan gentilmente a comprar agua.
Y, después, camino del Monte Líbano, más soldados copan las calles. Y aquí cenamos, nos fumamos una shisha y nos contamos nuestras vidas. Mañana visitamos los cedros y la ciudad de Byblos. Y llegamos a Beirut, para celebrar la Nochevieja. Ésas son nuestras preocupaciones. Y las de buena parte de quienes leéis esto.
Sí. El mundo está loco. Y cuando estamos aquí, parece más surrealista, absurdo y anacrónico. Y estúpido. Pero es lo que hay. Unos gozamos de los paisajes, la historia, la cultura… otros mueren. A un puñado de kilómetros.
¿Entienden que esté un poco confuso y que el tabaco de manzana de la shisha nada tenga que ver con ello?
Hesh al-Lens, perplejo y descolocado, en Oriente Medio.