Hablemos de libros, ahora que llega el fin de semana. Porque hay que leer. Leer siempre. En nuestra página hermana, el Calibre 38, tenemos la reseña de «Soñé con elefantes», de Ivica Djikic, publicada por Sajalín Editores.
Dice así:
Uno de los viajes más complicados que he hecho en mi vida fue a los Balcanes, hará ahora cuatro o cinco años. Un viaje caótico, improvisado, a lomos de trenes que cogíamos por la noche y en los que tratábamos de dormir entre control de pasaportes y control fronterizo. Partiendo de Viena, pasamos por Eslovenia, Croacia, Bosnia y Serbia para terminar en Budapest, antes de volver a casa.
El caos.
Y eso es precisamente lo que ofrece Soñé con elefantes. Caos. Una narración que avanza y retrocede, que gira sobre sí misma y que apunta en varias direcciones a la vez; que cuenta con varios protagonistas y múltiples puntos de vista.
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Honeymoons. Lunas de miel. ¿Lo último en comedia almibarada, made in Jennifer Aniston & Co? ¿La última sensación del cine adolescente más inane y melifluo? No. Ni mucho menos. «Honeymoons» es la última película del interesantísimo director serbio Goran Paskaljević.
No debe ser fácil ser cineasta balcánico. Sobre todo, en el caso de una generación de guionistas y directores que, nacidos y formados cuando Yugoslavia era una potencia, una Tercera vía del comunismo, se forjaron en lugares como la mítica escuela de Praga. Pero luego, dejaron de ser yugoslavos. Y se convirtieron en directores serbios, croatas, bosnios… y los espectadores, claro, les pedimos que nos «cuenten» su versión de los hechos de lo que ocurrió en las cruentas y sucesivas guerras de los Balcanes.
Directores que, parafraseando el título de otra notable película bosnia, del director Danis Tanović, se encuentran en tierra de nadie. Y, quizá por eso, por sus reflexiones fílmicas son tan importantes, necesarias y trascendentales.
¿Qué nos cuenta Paskaljević en «Honeymoons»? Pues, efectivamente, nos cuenta dos bodas. Y, de inmediato, las dos supuestas lunas de miel. Que, parafraseando el título de otra gran película, se convierten en lunas de hiel.
Por un lado, una familia de kosovares va a Tirana, a la boda de un familiar. Por otro, dos chicos de Belgrado van a un pueblito serbio, a la boda de una prima. Justo en ese momento, en los territorios de Kosovo ocupados por las fuerzas de Naciones Unidas, una explosión mata a unos soldados italianos.
A partir de ahí, los puntos de vista. Puntos de vista que, en la mayor parte de los casos, requieren adhesiones inquebrantables. Para los albaneses, los asesinos terroristas son los serbios. Obligatoriamente. Para los serbios, no pueden haber sido sino los albaneses. Y, en ese sentido, la secuencia del bar del pueblito serbio es muy ilustrativa. Por la mañana, uno de los protagonistas de la película, un músico recién llegado de Belgrado para la boda de la prima de su mujer, entra en el bar, con su cuñado postadolescente. Piden unas cervezas y, cuando los bullangueros chavales del local que andan jugando al billar intentan que beban más, él se niega. No le gusta eso de beber por obligación. Se genera una situación de una cierta tensión. Entonces, la televisión del local muestra imágenes del atentado de Kosovo. El cuñado, otro chavalito imberbe, bocazas e irreflexivo, maldice a los albaneses, dando por supuesto que son los autores del atentado.
El protagonista, con su barba de tipo serio y ponderado, dice que aún no se sabe quiénes han sido los terroristas. Que habrá que esperar. Y termina la secuencia. Más adelante, ya durante la celebración de la boda, el mismo protagonista vuelve a vivir un momento de tensión, esta vez con el padre de la novia, uno de esos desmesurados personajes balcánicos absolutamente excesivos, que cantan, bailan, derrochan dinero a manos llenas, pagando a los músicos de tres bandas para que toquen sin descanso mientras beben sin límite y disparan sus pistolas al aire para mostrar su gran alegría.
El hombre, en su desmedida alegría, insta a beber a protagonista, del que ya conocemos su resistencia a hacer lo que le dicen. Y, más aún, a beber por obligación. Tras el típico rifirrafe (que bebas, que no, que eres un marica, que te den, que bebas so mariquita, que no me toques las pelotas…) el muchacho termina apurando un vaso de raki, la bebida tradicional, con tal de no seguir escuchando la monserga del padre de la novia. Molesto y enfadado, se marcha del lugar de celebración de la boda. Sus pasos le llevan, como los raíles a un tren, al bar del principio. Y allí es asaltado por los muchachos que jugaban al billar. Bebidos y al amparo de la noche, le pegan una paliza de órdago, afeándole el que siquiera hubiese dudado de que los autores del atentado de Kosovo eran los albaneses.
La imagen del protagonista, con las manos en los bolsillos para evitar que se le dañen durante la pelea y le pudiese afectar a su carrera como violonchelista, aguantando estoicamente la golpiza de unos críos sin dos dedos de frente, es de las que se quedan grabadas en el imaginario del espectador.
Y es que en los bares, al calor del grupo y con el fermento del alcohol, muchas veces afloran los peores sentimientos de las personas, convertidas en fanáticos de un pensamiento único, violento, unidireccional, primitivo y reaccionario. La conjunción del bar como refugio y el alcohol como reactivo pueden suponer la peor exaltación de la hueste violenta e irracional, la hostilidad de las tribus primitivas, el triunfo de la exclusión, la xenofobia y la irracionalidad.
Aunque nos hemos centrado en la historia del músico invitado por la Filarmónica de Viena a una audición, la película cuenta dos historias paralelas sobre el exilio y la emigración, por razones diferentes y en condiciones muy distintas, pero con idéntico fin: la duda, la espera, la soledad, la incertidumbre, el miedo, la incomprensión, el racismo, los prejuicios… por desgracia, buena parte de los elementos que conforman el común denominador de las sociedades más modernas, vanguardistas y desarrolladas del siglo XXI.
Valoración: 7
Lo mejor: el final. Tan abierto como realistamente incierto. Y el cartel. Una joya.
Lo peor: que siendo una de esas películas que hay que ver, apenas durará un suspiro en cartelera y desaparecerá, como lágrimas entre las gotas de la lluvia…
Pinchen, pinchen en la imagen y vayan agradándola. Este mapa, que guardo como oro en paño, sigue reflejando, para mí, lo peor del horror del ser europeo. Volveremos sobre ello.
De verdad. Aunque piensen que estos días de playa y sol he estado vagueando, no es verdad. Vale. Apenas si he tecleado una miserable palabra, pero, como decía Henry Miller, la mayor parte de la escritura se hace lejos de la máquina de escribir. O del ordenador, que para el caso, es lo mismo.
El caso… el caso es que amo tanto la ficción, me gusta tanto escribir cuentos, relatos, microrrelatos… que, más allá del resultado final de los mismos, el articularlos y darles forma me genera desasosiego, insatisfacción, dudas, nervios, agobios y vacilaciones de todo tipo. Me surgen los fantasmas. Los miedos. Los terrores nocturnos. La ansiedad. Las prisas. Y, sin embargo, necesito escribirlos y sacármelos de encima.
Porque, como dice Paul Auster, los escritores somos seres heridos. Por eso creamos otra realidad. Y aquí estoy, desde hace más de una semana, encadenado a un cuento que surgió como una broma, como una amenaza, como una promesa. Y cuanto más escribo, más lejos estoy del final.
Porque me pasa eso que dice Antonio Gala: el escritor, muchas veces, es como un caballo de carreras que ha perdido su jinete y ya no sabe porque está corriendo ni dónde está la meta y, sin embargo, se le exige seguir corriendo aunque no sepa ni hacia dónde ni por qué razón.
¡Ese soy yo! El caballo sin jinete. Y, por momentos, sin cabeza.
Cuando corro, cuando intento dormir, cuando escucho música y hasta cuando leo… estoy escribiendo ese cuento que se llamará, creo, «Muertos mínimos», en que vuelvo al género negro y criminal que me tanto me gusta, abandonando el tono melifluo y blandengue de mis últimos dos relatos, «Ella» y «El beso del viajero» y en el que me traslado a una de las ciudades que más me han impresionado en los últimos años.
Un cuento que comenzará, creo, con la siguiente frase:
– «Míralo. ¡Duerme como un niño degollado!»
Un cuento del que llevo escritas cinco páginas nada más, pero que me tiene absorbido y absorto estos días, con la cabeza más puesta en un remoto país centroeuropeo que en esta Granada nuestra abrasada por el sol.
¿Y por qué sigo, sin tan mal lo paso?
Pues por lo mismo que dice el propio Paul Auster: «Necesitamos desesperadamente que nos cuenten historias. Tanto como el comer. Porque nos ayudan a organizar la realidad e iluminan el caos de nuestras vidas».
Lo que pasa es que, a veces, además de escucharlas y leerlas; el cuerpo, el corazón, las tripas y el cerebro te piden escribirlas. Las historias.
Inventarlas, desarrollarlas, documentarlas, darles contenido, rectificarlas, cuadrarlas, repasarlas, corregirlas, borrarlas… sí. Escribirlas. Contarlas. Aunque ya no haya nada más en nuestro horizonte literario y vital. Aunque conviertan la vida diaria en un caos oscuro y sinsentido… jodidamente placentero, extrañamente familiar. ¡Ay, las pulsiones! ¡Ay, las adicciones!