CONGO. LAS LETRAS DE LAS TINIEBLAS

El 25 de mayo, en IDEAL, publicamos este reportaje sobre el Congo, subtitulado así: «El país más peligroso de África ha sido un imán literario para escritores como Javier Reverte, John Le Carre o Atxaga.» Como inmediatamente leeréis, hoy vuelve a estar de actualidad.

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Congo. Su sola mención ya tiene ecos mágicos, misteriosos y lejanos. Congo. Por mucho que el demente de Mobutu se empeñara en africanizar el nombre del país, cambiándolo por el de Zaire durante su enloquecido mandato, Congo es la denominación histórica con que conocemos un territorio mítico e ignoto que sigue excitando la imaginación de los viajeros y los aventureros de todo el mundo. Por eso no es de extrañar que escritores de todas las ascendencias se sientan subyugados por el fascinante universo congoleño y por su torturada historia, radicando allí sus ficciones más o menos basadas en hechos reales.

(NOTA.- El 3 de Noviembre de 2010 es importante ya que se publica la nueva novela del reciente Premio Nóbel, Mario Vargas Llosa, «el sueño del celta», con el Congo como protagonista. Para «abrir boca», esta impresionante galería de fotos del Horror conradiano y unos fragmentos de la novela, AQUÍ.)

Tras Albert Sánchez Piñol y su inquietante «Pandora en el Congo», el último en hacerlo ha sido Bernardo Atxaga, el escritor vasco que lo ganara todo con la mágica y portentosa «Obabakoak» y que abandonó su Obaba natal para trasladarse, literariamente hablando, al Congo belga que le serviría de inspiración para la sorprendente, inesperada e inclasificable «Siete casas en Francia».

Los protagonistas de la novela son Lalande Biran, la máxima autoridad en Yangambi, un poeta que, ambicionando amasar una gran fortuna, tiene como auténtico anhelo el volver a la capital de Francia y disfrutar de las tertulias de los cafés parisinos. Junto a él, un ex-legionario bastante perturbado o un soldado servil que quiere hacer carrera por la vía de conseguirle a su jefe las jóvenes chicas nativas, siempre vírgenes, que a éste gusta disfrutar. Y, por supuesto, Chrysostome Liège, un tirador casi infalible cuya llegada a Yangambi precipita los vertiginosos acontecimientos que nos cuenta Atxaga en una novela que, como él mismo señala, «roza la literatura grotesca, el humor negro, lo paródico, que ya es algo que he desarrollado en mis poemas. Yo sé que mis poemas de humor negro son un verdadero impacto para mucha gente así que, al usar este estilo en este libro, pienso «a ver si sucede lo mismo».

Y es que el Congo impacta. Que se lo digan, si no, a Javier Reverte, quién pudo sentir cómo le rondaba el hálito de la muerte en mitad de la travesía que, entre Kinshasa y Kisangani, realizara en un barco por el Río Congo, uno de los más fascinantes y atractivos caudales de agua del mundo. Y todo ello lo cuenta en la que es, posiblemente, su mejor obra: «Vagabundo en África», narración en que recrea no sólo su viaje desde Ciudad del Cabo hasta la zona de los Grandes Lagos, sino toda la rica y desmesurada historia de dicha parte de África.

Una historia que encuentra su quintaesencia en «El corazón de las tinieblas», de Joseph Conrad, una obra maestra de la literatura universal que se condensa en la célebre expresión de Kurtz: «El horror». Reverte decidió remontar el curso del río centroafricano siguiendo la estela del viaje que hiciera el protagonista, buscando a ese Kurtz al que las tinieblas habían hecho perder la razón y que Francis Ford Coppola adaptaría magistralmente al cine en «Apocalypse now», trasladando la acción a la guerra de Vietnam.

Otro personaje que tuvo una íntima vinculación con Congo fue el célebre Henry Morton Stanley, contratado por el siniestro rey Leopoldo II de Bélgica para ejecutar sus planes de colonización de una tierra que, gracias a la naturaleza, atesora inmensas cantidades de riquezas naturales, lo que la ha convertido en objeto de una salvaje y permanente explotación sistemática. En la autobiografía de Stanley podemos leer la siguiente entrada, fechada el 15 de agosto de 1879: «Llegué a la desembocadura del Congo. Han pasado dos años desde mi estancia anterior aquí, tras mi descenso por el gran río en 1877. Habiendo sido el primero en explorarlo, me propongo ser el primero en probar su utilidad al mundo. Desembarco a mis setenta zanzibaríes y somalíes, con la finalidad de dar el primer paso hacia la tarea de civilizar la cuenca del Congo».

Una tarea que terminaría desembocando en un auténtico genocidio, como los imprescindibles libros de Peter Forbath, «El río Congo. Descubrimiento, exploración y explotación del río más dramático de la tierra», y de Adam Hochschild, «El fantasma del Rey Leolpoldo. Codicia, terror y heroísmo en el África colonial» se encargan de demostrar minuciosamente. Precisamente, el prólogo de este último viene firmado por Mario Vargas Llosa, quién en estos momentos se encuentra trabajando en un proyecto literario sobre este remoto país.

Hubo una vez, sin embargo, en que el Congo pareció ver la luz, entre tantas tinieblas. Fue de la mano de Patricio Lumumba, un hombre íntegro e independiente, elegido democráticamente como presidente del país y que fue depuesto por un golpe de estado inspirado por Bélgica, la anterior potencia colonial. Su tortura y muerte están contadas por Ludo De Witte en un libro tan apasionante como desgarrador: «El asesinato de Lumumba».

Y, si en época de Stanley y Leopoldo II, las materias primas que se obtenían del Congo eran la madera y el caucho principalmente, la aparición de los móviles y los ordenadores portátiles hizo que dicho país volviera al candelero económico internacional por culpa de un mineral muy exclusivo: el coltan, de cuyas reservas, más del 90% se encuentran bajo el suelo congoleño. Así, John Le Carré traslada allí la acción principal de una de sus más recientes novelas de espías: «La canción de los misioneros» y Alberto Vázquez Figueroa titula con el nombre del mineral uno de sus más conocidos best sellers: «Coltan». Michael Crichton, por su parte, tituló sencillamente «Congo» a su novela de aventuras africana.

Congo. Una tierra que parece maldita, permanentemente ensangrentada, y en la que, en fin, el célebre Hergé situaría la acción de uno de sus álbumes más controvertidos, acusado de racista y en permanente discusión: «Tintín en el Congo». Y es que ni con los tebeos ha tenido suerte uno de los más sugestivos, ricos, atractivos, difíciles y demenciales países del mundo.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

SIETE CASAS EN FRANCIA

Congo. Su sola mención ya tiene ecos mágicos, misteriosos y lejanos. Congo. Por mucho que el demente de Mobutu se empeñara en africanizar el nombre del país, cambiándolo por el de Zaire durante su enloquecido mandato; Congo sigue siendo la denominación con que conocemos a un territorio mítico e ignoto que sigue excitando la imaginación de los viajeros y los aventureros de todo el mundo, aún en este siglo XXI. (Y de aquí partió este reportaje que publicamos en IDEAL hace unas semanas…)

 

Río Congo: el corazón de las tinieblas
Río Congo: el corazón de las tinieblas

Por eso no es de extrañar que escritores de todas las ascendencias, se sientan subyugados por el fascinante universo congoleño y por su torturada historia alguna vez en su vida, radicando allí sus ficciones más o menos basadas en hechos reales.

 

El último en hacerlo ha sido Bernardo Atxaga, el escritor vasco que lo ganara todo con la mágica y portentosa «Obabakoak» y cuyo «El hijo del acordeonista» provocó un auténtico terremoto en nuestro país, con el famoso affaire Echevarría, cuando el crítico de cabecera de El País hizo una demoledora crítica de la novela, editada por Alfaguara y gran apuesta literaria del Grupo PRISA de la temporada… y terminó de patitas en la calle.

 

Bernardo Atxaga
Bernardo Atxaga

Atxaga, en un momento dado de su vida, se fue del País Vasco y se instaló en Reno, dio por concluido su ciclo de novelas radicadas en el territorio mítico de Obama… y se marchó, literariamente hablando, al Congo belga para escribir la sorprendente, inesperada e inclasificable «Siete casas en Francia».

 

Leía esta mañana, hablando sobre la guerra de la Ex Yugoslavia, que fue un conflicto encabezado por artistas y escritores. Y, casualmente, uno de los protagonistas de «Siete casas en Francia», Lalande Biran, la máxima autoridad en Yangambi, el emplazamiento junto al río Congo en que acontece la novela, es un poeta que, ambicionando amasar una gran fortuna que le permita comprar las siete viviendas a que hace referencia el título, su auténtico anhelo es volver a la capital de Francia y disfrutar de las tertulias de los cafés parisinos.

 

Junto a él, un ex legionario bastante perturbado o un soldado servil que quiere hacer carrera por la vía de conseguir para su jefe las jóvenes chicas, siempre vírgenes, que a éste gusta disfrutar con el fin de evitar contraer las enfermedades de transmisión sexual que aquejan a todos los europeos desplazados a África. Y Chrysostome Liège, un tirador casi infalible cuya llegada a Yangambi precipita los vertiginosos acontecimientos que, en 250 páginas de letras grandes, nos cuenta Atxaga.

 

Un Atxaga que dice esto sobre su novela: «Siete casas en Francia» roza la literatura grotesca, el humor negro, lo paródico, que ya es algo que he desarrollado en mis poemas. Yo sé que mis poemas de humor negro son un verdadero impacto para mucha gente así que, al usar este estilo en este libro pienso «a ver si sucede lo mismo».

 

Una estupenda descripción sobre qué es esta novela tan a contracorriente y fuera de cualquier moda, aunque, indirectamente, la avaricia del protagonista y su esposa emparente la acción con esta crisis económica que estamos sufriendo. Una novela que, huyendo del tremendismo (y mira que lo que ocurrió en el Congo de Leopoldo II fue terrorífico) bucea en el lado oscuro del ser humano a través de una historia sólo aparentemente fácil y sencilla.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

BANGKOK. TAILANDIA

Anochece en Bangkok. Hemos comido tarde, en un bar junto al rio Chao Praya. Demasiado tarde, pero los horarios de templos y monumentos son rigurosos y, llegando las 4 pm, todo cierra. Preferimos apurar la hora y comer tarde.

 

?Es bonita Bangkok, quiza la primera pregunta que alguien nos haria? Y la respuesta es que no. No es bonita, en un sentido tradicional de la expresion. Ni con encanto. Pero tiene un algo que la hace especial, no en vano, hablamos de una de las grandes metropolis del Sudeste Asiatico, que alberga a cerca de diez millones de habitantes, buena parte de los cuales parecen estar, siempre, en la calle.

 

Eso supone ruido, humo, contaminacion y jaleo, por supuesto. Nos movemos andando (estamos haciendo mas kilometros que en el Tour de Francia) y en esos motocarros a los que yo llamo dik-dik, como recuerdo de los pequenios antilopes africanos. Los Tuk-tuk, rapidos, acelerados y divertidos. Nuestro hotel esta en pleno Patpong, o sea, el Barrio Rojo por escelencia de Bangkok, dominado por bares de alterne y salas de go go girls, con decenas de tipos invitandonos a ver el celebre espectaculo de ping pong.

 

Pero no sucumbimos a la curiosidad (que no tentacion, que ya es triste ver a tanta chica expuesta como carne en la carniceria, disfrazada de conejito o enfermera, o bailando en lo alto de las barras de los garitos) y anoche pasamos de largo entre tanto sexo tan poco excitante para tomar una copa tranquila en el bazar nocturno de Suam Lum, con actuaciones en directo de chicos jovenes y un ambierte mas relajado.

 

Ayer llegamos a las 7 am y tras pasear por un parque al amanecer, viendo a la gente trotar y hacer tai chi nos fuimos a descansar unas horas. En el avion, semivacio, apenas dormimos. Me dio tiempo a leer entera la ultima novela de Bernardo Atxaga, Las siete casas, que compre en el aeropuerto. Asi que una siesta nos permitio, despues, echarnos a las calles a pasear, despues de comer, por 8 euros, cuatro estupendos platos de comida tailandesa, en un pequenio bar de cuyo nombre no me acuerdo.

 

Esta buena la comida thai. Las mezclas de dulce y salado, los famosos agridulces, junto a las especias, el curry y el picante son el santo y sena de unos noodles, pollo, o sopa picante de gambas que no dejan indiferente. La birra local, suave, cuando esta muy fria, es exquisita. Y es que la humedad hace que nos quedemos secos por dentro… y empapados por fuera. No se que calor hara. Unos 35 grados, mas o menos. Pero de esos que se llevan impregnados a la piel el dia entero. Y a callejear.  Aunque no sea Bangkok el mejor sitio para hacerlo. Aceras estrechas, coches y motos por doquier y gente a raudales. Pero las ciudades hay que conocerlas pateando, alej’andose de los caminos mas trillados. Asi que ayer dedicamos toda la jornada a pasear. Y a llegar a la conclusion de que no es Bangkok una ciudad que invite a ello. Y, sin embargo, todo llama la atencion, como esa vida callejera que hacen miles de personas, esos calderos en que se cocina la sopa o esas parrillas en que se asa la carne. En cualquier sitio. A todas las horas.

 

O el poco amor que le tiene la ciudad al Chao Phraya, su rio, del que viven totalmente a sus espaldas. O el escaso fuste de un sky line que nada tiene que ver con la desmesura arquitectonica de Shanghai o Beijing. Y, sin embargo, algo tiene esta ciudad de megalopolis de cambio de siglo, con todas las clases sociales mezcladas. Bueno, las medio altas, las medias y las bajas. Pauperrimas, sin embargo, no parece haberlas. A las altas, por supuesto, no te las encuentras. No siemdo turistas de alpargata (que no mochileros).

 

Uno echa de menos la espontaneidad de los cubanos, las sonrisas de los malienses o la musica que esta presente en cada rincon de dos paises que sigo considerando dos de los mas excitantes, especiales, intimos y carismaticos que he visitado nunca. Pero algo en hay en Bangkok, que lo hace atractivo.

 

Los monasterios, con esos mosaicos de colores tan vivos, son a la arquitectura como Bollywood es al cine: demasiado colorista, ruidoso y musical para nuestros paladares. El gran Buda reclinado del Wat Pho, 46 metros de base y 15 metros de alto, recubierto integramente del vivo dorado de pan de oro, apabulla, pero no emociona. Mas elegante es su hermano, el pequenio Buda Esmeralda del Wat Phra Kaew, en el Gran Palacio, rodeado de guerreros y acolitos. O las tejas, tan repintadas. O los artesonados de madera, deslumbrantes en su colorido. Tanto que… empalagan.

 

Me decia Rocio que las comparaciones son injustas. Y es cierto. Pero son inevitables. Como ciudades, las megalopolis chinas me impactaron mas que Bangkok. Y la esperitualidad del gigante asiatico, tambien me llego mas que a desmesura cromatica tailandesa. Pero tiempo al tiempo. Porque ya he dicho, con todo, que Bangkok tiene un algo que la hace muy especial. Seran sus mercados, como ese Mercado de los Amuletos, al salir del Grand Palace, donde puedes encontrar proteccion sobrenatural para (casi) cualquier cosa, organizado con la seriedad de un centro internacional de conferencias… mezclado con el mercadillo de la Marcha Verde granadina: sacerdores y monjes hablando en publico, dando charlas, cantando, mientras la gente hace sopa y, despues, se pone en cola para encontrar una improbable solucion a algun mal de amores cualquiera. Estan las falsificaciones, claro. De (casi) cualquier cosa. Mismamente, por cien euros, me podria hacer a medida un impecable traje Armani de raya diplomatica. Ade algodon puro. Dicen. O los relojes, bolsos, carteras, mochilas… el paraiso subversivo del No logo que propiciaba Naomi Klein. 

 

Estos son viajes que, como comentaba con Rocio, en el momento llegan a embriagar, emborrachar y hasta empachar. Son un choque para los sentidos. Despues, cuando vuelves a casa, son decenas de imagenes por minuto las que recuerdas. Igual que la mezcla de olores, sabores e impresiones auditivas o visuales. Son viajes de largo recorrido cuya primera etapa, el aqui y el ahora, es desmesurada. En todos los sentidos. Pero que, despu’es, a medida que se asientan y digieren, van dejando un inmejorable sabor de boca. Seguiremos contando.

 

Jesus Lens, desde Bangkok.

 

PD./ Nada de inseguridad, temor o cualquier sentimiento de ese cariz. Cero. Tranquilidad total.