Hay noticias que, siendo de fuera, las sentimos como propias. Esta, por ejemplo: «Muere atropellado un menor en patinete en un paso de peatones en Madrid». Como todavía se está investigado el accidente, nada se sabe sobre responsabilidades y/o culpabilidades.
Le presté especial atención a esa información porque la leí tomando café en una terraza justo después de que una moto se saltara un semáforo en rojo en la Avenida de Cádiz y estuviera a punto de ser arrollada por el coche que salía de la calle perpendicular. Eran las 11 de la mañana y nada hacía presuponer que el motorista estuviera bajo los efectos del alcohol o de cualquier otra sustancia psicotrópica. Sencillamente, se saltó el semáforo.
Como la bicicleta que, hace unos días, estuvo cerca de atropellarme en el Puente Verde. En realidad, de haber colisionado conmigo, la mujer se habría llevado la peor parte, que era liviana como una pluma, pero estaba tan preocupada por incorporarse al tráfico cuando no debía que a punto estuvo de ser empitonada por este morlaco. O viceversa.
Lo sé, soy un plomo recordando cada dos por tres que ahora camino mucho, pero eso de recorrer las calles de la ciudad a pierna suelta me da mucha perspectiva. Y ahora me acuerdo, por ejemplo, de ese patinete que me rozó por la espalda a la vera del río Monachil, cuando circulaba por plena acera. La calzada estaba completamente vacía, pero el chavea prefería ir a toda mecha por donde los viandantes, jugando a sortearnos como en una carrera de obstáculos.
Cuando uno escribe estas cosas corre el riesgo de parecer un viejo cascarrabias, con el ñañañá en la boca. Patinetes y bicicletas son tendencia y sus conductores molan todo. Son sostenibles, modernos y ecológicos. Eso sí, verles respetar un semáforo o un paso de peatones es más difícil que acertar la Bono-Loto. Que haberlos, haylos, como las meigas, pero nunca son los que se cruzan con uno. ¡Ya es mala pata, oiga!
Jesús Lens