Cuando me desperté, el pasado lunes, me encontré con que el escritor Fernando Marías me había etiquetado en una foto de Facebook que mostraba a un engalanado Warren Beauty con cara de no entender nada, concentrado en el tarjetón que sostenía entre sus manos, mientras Faye Dunaway le miraba fijamente, sonriendo con socarronería.
Lo que ocurrió a continuación bien lo saben ustedes, que la noticia tardó escasos segundos en dar la vuelta al mundo y abrir las ediciones digitales de todos los periódicos.
Y la pregunta es, por supuesto: ¿se trató de un lamentable error, tal y como reconoció PwC, la empresa auditora encargada de custodiar los sobres y de velar por la legalidad de la entrega de los premios Óscar o, como algunos malintencionados preferimos pensar, fue una tentativa de atraco, a mano desarmada, en la que Bonnie Parker y Clyde Barrow se apropiaron de los cuerpos de los actores que les dieron vida, hace ahora cincuenta años, en la mítica película filmada por Arthur Penn?
A medida que pasan las horas, más convencido estoy de que el espíritu de Bonnie y Clyde sigue vivo y que, no conformes con el Óscar a la opresiva y cortante “Moonlight”, trataron de beneficiar a “La La Land”, una película filmada a la antigua usanza, rebosante de luz y color. Y lo hicieron de la única manera que saben: a través de un atraco. A la vista está que por “Bonnie and Clyde” no pasa el tiempo…
La película cuenta la trágica y sangrienta de dos jóvenes atracadores, secuestradores y asesinos que aterrorizaron varios estados del centro y el sur de los Estados Unidos en sus correrías, durante los años de la Depresión, entre 1930, cuando comenzaron su carrera criminal, y el 23 de mayo de 1934, cuando fueron masacrados a tiros por las fuerzas del orden que con tanto ahínco les perseguían.
Les dispararon tantas veces, aquel día, en una carretera secundaria de Luisiana, que podían haberlos matado hasta ocho veces seguidas, en palabras de un testigo. Y es que el grupo comandado por Frank A. Hamer, de los Rangers de Texas, no estaba dispuesto a que se volvieran a escapar, como tantas veces había ocurrido.
La carrera criminal de Clyde Barrow comenzó siendo muy joven, siguiendo la estela de uno de sus hermanos mayores. De familia muy pobre, a los catorce años fue condenado a prisión, ingresando en la durísima Eastham State Farm, donde fue acosado sexualmente y posiblemente violado por un preso… al que más adelante mató a golpes, en la ducha, con un trozo de tubería que consiguió esconder.
Tras cortarse el dedo de un pie, para evitar los trabajos forzados, y después de que otro preso condenado a cadena perpetua se atribuyera la muerte del violador, Clyde fue puesto en libertad y, en 1930 conoció a Bonnie Parker, una mujer joven y hermosa cuyo marido, un delincuente habitual que solía pegarle, cumplía condena en prisión.
Clyde se había jurado a sí mismo que jamás volvería a prisión. Bonnie no quería sabes nada de la aburrida vida que llevaba en casa de sus abuelos, a la espera de que su violento marido saliera de prisión. Ambos eran jóvenes, soñadores y con ansia de libertad.
Empezaron a dar pequeños golpes en gasolineras, estaciones de autobuses, tiendas y restaurantes. En parte por el dinero. Pero, sobre todo, por la adrenalina. Y así comenzó una de las historias criminales más famosas de la crónica negra norteamericana que, gracias al poder amplificador tanto de los medios de comunicación como del cine, se hizo universal.
A lo largo de cuatro años, la banda de Clyde y Bonnie puso en jaque a las fuerzas del orden de la mitad de los Estados Unidos, en primer lugar, porque siempre cometían sus atracos en zonas fronterizas entre diferentes estados y en tiendas y locales bien comunicados y con fácil acceso a las carreteras secundarias que con tanto ahínco recorrieron a lo largo de su carrera criminal.
De esa forma, tras un atraco, conducían mil kilómetros antes de acomodarse en alguna zona en la que nunca hubieran delinquido. Para ello utilizaban el mejor coche del momento: el potente Ford V8 con el que, gracias a la arrojada conducción de Barrow, conseguían dejar atrás, sistemáticamente, a los vetustos vehículos de la policía que trataban de perseguirles y darles caza.
Y estaba el tema de las armas, auténtica obsesión de Bonnie y Clyde, quienes no dudaron en atracar armerías e incluso dependencias gubernamentales en las que había metralletas del ejército, para hacerse con el arsenal más moderno… y letal. De nuevo, la policía local y los shérifs de pueblo, armados con sencillos revólveres, no podían siquiera soñar con hacerles frente. Y los que lo intentaron, murieron en el empeño.
Fue necesaria la traición del padre de uno de sus compinches para que dos de los delincuentes más buscados de Estados Unidos cayeran en la trampa que acabaría con sus vidas.
Recién muertos, el coche repleto de agujeros de bala en el que fallecieron fue exhibido ante el público… con sus cadáveres aún dentro. Y la gente, enfervorizada, se apelotonaba y peleaba, tratando de hacerse con algún recuerdo de los famosos gángsteres, fuera un mechón de pelo o un trozo de ropa. De la misma manera, miles de personas pasaron junto a sus cadáveres, expuestos públicamente en Dallas, antes de ser enterrados.
Se trataba de demostrar que, efectivamente, Bonnie y Clyde habían muerto. Esta semana hemos comprobado, sin embargo, que su espíritu sigue vivo, aunque hayan refinado sus métodos y se hayan adaptado al signo de los tiempos, tratando de cometer un postrer atraco… utilizando un sobre como arma.
Jesús Lens