Llego a casa y la lanzo sobre el respaldo de una silla. La dejo arrumbada, tal y como cae. Soy un desastre. Entonces pienso en lo azaroso de que siga en mis manos y, antes de continuar con estas líneas, me levanto, vuelvo a coger esa bufanda roja con hechuras de fular y la doblo con cariño y simetría. Se lo merece: me acompaña desde hace tres o cuatro años —fue un cálido regalo— y me ha salvado de más de uno y de dos resfriados.
Dos veces he perdido la bufanda de marras. En ambas ocasiones la he recuperado, felizmente. La más reciente, esta Navidad. Me la quité en la terraza de una de mis cafeterías de cabecera, la dejé en una silla y, como al marcharme ya picaba el sol, me olvidé completamente de ella. Solo la eché de menos a la mañana siguiente, a la hora de salir a desayunar. No me hizo falta preguntar. La amable dueña del Palacios la había doblado primorosamente y guardado en una bolsa.
La anterior desaparición ocurrió durante la pandemia. De repente, no encontraba mi bufanda. Por mucho que hice memoria, no conseguí averiguar dónde la podría haber olvidado. Hasta que un cartel en el portal me sacó de dudas. Como en aquellos entonces era renuente a usar el ascensor, se me cayó cuando subía por las escaleras, sin darme ni cuenta. Una amable vecina la encontró y, antes de escribir el cartel informando del ‘hallazgo’, la lavó, planchó y dobló con todo cariño y esmero.
La vida es lo que pasa entre que pierdes una bufanda y una buena persona, una buena vecina; la encuentra y la cuida antes de devolvértela. En el ínterin te habrá llegado el eco de un montón de informaciones, la mayor parte odiosas y desagradables. Malas noticias y peores presagios. Miedos y terrores más o menos infundados. La guerra, por ejemplo. La de Ucrania y las otras, que haberlas, haylas. El cambio climático. La inflación. La polarización política. El cisma de los republicanos norteamericanos. El narcotráfico. Los suicidios. Los antidepresivos. Las ejecuciones.
Todo ello palidece y queda en un segundo plano frente al momento en que regresas a la cafetería o tocas el timbre de la puerta de tu vecina y te devuelven tu bufanda perdida primorosamente plegada.
En el mundo hay más buena gente que energúmenos, biliosos, amargados y cabrones. Pero son estos los que llevan la voz cantante, los que marcan el paso. No debería ser así. Propósito para el 2023: hablar mucho más de la buena gente y bastante menos de la mala.
Jesús Lens