Me lo pasé cañón, lo confieso. La tarde del lunes, con la caída simultánea de Facebook, Instagram y Whatsapp, disfruté como un sicario con pistola nueva. En buena parte porque ahí estaba Twitter para montar la fiesta, también es verdad.
Cuando se producen estas caídas, lo normal es que no tarden prácticamente nada en solucionarse. Así, la mayor parte de las veces, cuando me entero de que se han dado de morros y voy a mirar, resulta que ya se han levantado y siguen su camino con total naturalidad, como si aquí no hubiera pasado nada.
Lo del lunes fue diferente: el apagón se alargó unas seis horas. Que parece poca cosa, pero que ahí es nada. Les voy a ser sinceros: cuando a eso de las diez de la noche leí que Gmail también empezaba a dar problemas, me agobié. ¿Y si estábamos ante un ataque cibernético de alcance planetario y enjundia global?
En mi vida diaria no tendría problema en pasar de Facebook e Instagram, aunque me divierto mucho con ellas. Prescindir del guasap me costaría más: bien usada, es una herramienta extremadamente útil. ¿Pero quedarme sin el correo electrónico? ¡No, oiga, no! ¡Menuda barrabasada, monada! Ahí si sentí algo parecido a un escalofrío, metafóricamente hablando.
Más allá del inevitable, justo y merecido cachondeo, el apagón cibernético del lunes nos debería servir para calibrar la dependencia que cada uno de nosotros tenemos de las redes y la tecnología digital. Aproveché para ver en Filmin una película sobre una posible III Guerra Mundial, con gran apagón incluido. Era muy mala, pero las circunstancias acompañaban. Ese guasap en silencio era tan, tan elocuente…
Me lavaba los dientes pensando en cómo solventar mis obligaciones profesionales de hoy martes si el correo electrónico dejaba efectivamente de funcionar y, ya en la cama, mandé un par de SMS antes de coger un libro -analógico- y ponerme a leer. ¡Mandar un SMS! Qué añejura. Qué cosa más romántica.
Antes de apagar la luz miré el móvil. La cosa se había arreglado. Por un lado, me dio penilla. Como les digo, me lo había pasado muy bien esa tarde. Pero en mi fuero interno respiré tranquilo. Ha llegado un momento en mi vida en que no puedo con más sobresaltos, cambios bruscos ni golpes de efecto. Por mucho que me guste la acción, con el trajín del día a día tengo más que suficiente.
Jesús Lens