Hoy quiero dedicar mi columna de IDEAL a mi hermano, inspirador de la misma y firme defensor de una cruzada que todavía está por venir.
Cuatro de la tarde. Un señor mayor detiene su moto frente a un portal y empieza a tocar el pito. Dos, tres, cuatro veces… Insistido y perseverante, el hombre. Como no parece obtener respuesta, se baja de la moto, la alza sobre la patilla y se decide a tocar en el portero automático, por fin. La maniobra no le lleva más de quince segundos, pero, ¿para qué molestarse, pudiendo molestar a todo el vecindario, siendo la hora de la siesta?
Domingo. 7.30 am. Duerme el Zaidín, igual que duerme la ciudad entera. Escucho un claxon. Dos veces. Se trata del dueño de un coche que, estacionado en doble fila, avisa a un chaval situado a escasos cinco metros de él que, despistado, consulta el móvil.
¿Quién no atesora mil y una historias como éstas? Y mucho peores, por supuesto. El ruido. ¡Ay, el ruido! ¡Cómo nos ponen y nos excitan a los españoles, el jaleo, el estrépito, el follón y los decibelios! Es un hecho tan cierto como que al Granada C.F. le van a empatar en los minutos de descuento.
Y es que una tertulia sin gritos, exclamaciones y aspavientos, ni es tertulia ni es nada. ¿Y una celebración? Imposible celebrar cualquier acontecimiento sin que medien petardos, cohetes, explosiones y estridencias varias. O, mucho peor aún, sin que irrumpa un grupo de tunos interpretando “Clavelitos”.
Hago ruido, luego existo; parece ser el axioma filosófico ibérico.
Hace unas semanas criticábamos la acumulación de suciedad y basura en nuestras calles como algo extemporáneo e incomprensible en una sociedad que se considera moderna y desarrollada. Pero, ¿qué decir del ruido y los desórdenes y estragos que provoca en la gente normal y corriente?
Es, sin duda, la próxima cruzada que debemos intentar ganar. La del silencio como reivindicación de un entorno menos agresivo para nuestros pabellones auditivos. Una sociedad utópica en la que al Camión del Tapicero se le caería el pelo por torturarnos los sábados por la mañana y el inefable vendedor de ¡¡¡¡Melones a un euro, a un euro, A UN EUROOOOOOOOOO!!!!, terminaría durmiendo entre rejas.
Y está la asignatura pendiente de los niños, claro. Esos angelitos que berrean como gremlins poseídos y endemoniados en los establecimientos públicos y a los que sus padres no afean su comportamiento, ¡pobrecitos, no se vayan a traumatizar! Niños que aprenden a comunicarse a grito pelado, como los cabreros de antaño, pero en los tiempos del WhatsApp.
Ahora bien, ¿qué podemos esperar al acercarse unas elecciones en las que algunos partidos todavía utilizarán como estrategia de campaña el trasnochado e indignante coche con megáfono? Estrategia que a mí me sirve, eso sí, para descartar automáticamente el voto a esas formaciones que fomentan el caos auditivo en nuestras calles.
No. No aspiro a unas calles muertas ni al silencio de los cementerios en Granada. Solo apelo al sentido común y a una buena educación que vaya más allá de los aprobados en la escuela.
Jesús Lens