Cuando el joven Agustín Penón ganó sus buenos cuartos en los Estados Unidos, gracias a un serial radiofónico, lo primero que hizo fue venirse a Granada, en los años 50 del pasado siglo, para buscar la huella de un poeta al que admiraba profundamente: Federico García Lorca. (Lean «La araña del olvido», de Enrique Bonet, si todavía no lo han hecho).
Al llegar a la ciudad, no entendió que su nombre estaba proscrito y que hablar de él le convertía automáticamente en sospechoso. Que, en Granada, un profundo y ominoso manto de silencio había caído sobre la figura de un poeta y dramaturgo de talla mundial cuyo asesinato por parte de los sublevados fascistas lo había convertido, además, en un símbolo, en un icono universal.
Mucho han cambiado las cosas. Tanto que, en 2017, Lorca parece haberse convertido en un auténtico coñazo para cada vez más granadinos. Al menos, esa es la conclusión que he sacado al leer las reacciones de estos días a la posible demolición de la vivienda en la que pudo haber habitado, pero no habitó. O sí. Pero que ya da igual. Porque, a estas harturas y con esta calor, todo es Lorcansancio. (Aquí, mi anterior artículo en IDEAL sobre el tema)
¿Les pasará lo mismo a los ciudadanos de Bayreuth con Wagner o a los de
Stratford-upon-Avon con Shakespeare? No lo sé. Habría que hacer un trabajo de campo para ver si, por ejemplo, sus próceres y políticos también hablan allí de Richard y de William con la misma familiaridad con la que aquí se habla de Federico, como si fuera un primo con el que estuvieron anoche de cañas.
Imagino que en el Lorcansancio también influirá el recurrente campamento de verano que, todos los años, busca los huesos del poeta. Sin suerte, hasta ahora. Tampoco ayudan lo del Legado que no llega, ni ese Centro repleto de socavones económicos -pero que sí tiene actividad– ni la severa figura de La Sobrina.
Hay Lorcansancio en Granada. Parece que nos sobra. Que nos agota, como si nos chupara la fuerza vital. Todo es un problema, con Lorca. Una molestia. Un incordio. Será por eso que, como bien señalaba Ángeles Peñalver en las páginas de IDEAL, la mitad de los edificios donde residió, estudió o se inspiró está sin señalizar. Total… ¿para qué? ¿Quién necesita recordar a un viejo poeta muerto -venerado en todo el mundo y leído por millones de personas- en una ciudad moderna y de vanguardia, famosa por no mirar atrás y encarar el futuro con ilusión y energía?
Jesús Lens