Solsticio de invierno

Se ha puesto de moda, entre los más progres de los progres, sustituir la celebración de la Navidad por la del solsticio de invierno. Otros, más proclives a la fiesta y al cachondeo, no tienen empacho en disfrutar de ambas efemérides, una seguida de la otra. Esto es como lo de Halloween, los Santos y los Difuntos: mientras de trate de festejar… ¿dónde está el problema? Que en España somos mucho de Fiestas Sin Fronteras.

En esto de celebrar los solsticios concurre una apasionante mezcla de ciencia y paganismo. Les confieso que este tema me ha interesado desde siempre: al tener sangre gallega y apellido raro, un buen día me dio por pensar que lo mismo era celta, a pesar de ser moreno y tirando a renegrío. Como soy perezoso, jamás investigué tal posibilidad, pero sí me tomé en serio lo de las celebraciones de mis supuestos antepasados.

En concreto, durante la noche más larga del año, los celtas celebran la festividad de Yule dejando arder un gran tronco mientras se decoran los árboles de los bosquecillos cercanos y los de las propias casas, a cuyos pies se depositan regalos para compartirlos con la comunidad. ¿Les suena?

Granada ha tratado de sumarse a la celebración del solsticio de invierno a través del festival Granadahenge, cuyas actividades de calle tuvieron que ser suspendidas el pasado sábado por la amenaza de lluvias. Sí se impartieron las conferencias científicas, con el sol como protagonista.

El domingo, sin embargo, el tiempo atmosférico sí se apuntó a la fiesta. A partir de ahora, las horas de luz empiezan a alargarse un poquito más cada día. Ayer amaneció soleado y luminoso y pudimos disfrutar de una gozosa mañana primaveral. Tras varios días de lluvia, era una gozada vernos actuar como los caracoles de la célebre canción infantil, sacando nuestros cuernos al sol. Lo de los cuernos, sin segundas, háganme el favor.

De forma morosa y tranquila, gozando de la calma que precede a la tormenta de los días que están por venir, nos echamos a pasear por las aceras, a trotar por los caminos y a cervecear por las terrazas. Y mañana —por hoy— será otro día.

Jesús Lens

LLAMADLE CARACOL

Parafraseamos el arranque de la mítica novela de Herman Melville, «Moby Dick», para hablar de un animal, el Caracol, que, en las antípodas de la gigantesca ballena blanca, tiene todos mis respetos, cariño y admiración.

 

Cuando a un chaval le preguntan por el animal que más le gusta, suele responder que el León, no en vano, es rey de la selva. O, si el niño es pacífico y menos fiero, elegiría uno más de andar por casa: un buen perro, una vaca lechera o un gato mimoso. Pero las apariencias engañan y sabido es que el gato mimoso, en décimas de segundo, saca las uñas y, de tres zarpazos, te puede hacer un mapa en la cara, provocando un desaguisado del que tardes muuucho tiempo en recuperarte.

 

¿Araña? No. Gato.
¿Araña? No. Gato.

Así que, con esto de los animales, hay que ser muy cuidadosos.

 

Yo siempre me he defendido lobuno: individualista, ya que sólo se une a la manada en ciertas ocasiones muy especiales, amigo de aullar a la luna, temido cuando no se le conoce pero al que se le coge rápidamente mucho cariño… y en franco peligro de extinción, la verdad.

 

Y, sin embargo, estos días he descubierto la importancia y las bondades de ser un Caracol.    

 

Lo primero y más evidente, por su autonomía y la capacidad de autogestión de su propia vida. Con su casa a cuestas, como si todos tuviéramos nuestra autocaravana en propiedad, el Caracol puede ir y venir a su antojo, a dónde quiera, siempre libre. Siempre autosuficiente. En invierno, inverna. En verano, cuando hay sequía, estiva. Está perfectamente adaptado a los climas más rigurosos: cuando hace mucho o mucho calor, sella la apertura de su concha con una mucosa especial, llamada epifragma y… a dormir. 

 

Con la casa a cuestas
Con la casa a cuestas

Además, va despacio. Y, aunque en estos tiempos la gente sea una gran defensora de la rapidez, la velocidad y las prisas, quiénes saben lo que realmente merece la pena en esta vida se están apuntando a la moda «Slow». Lo lento, gana. Lo lento mola. Lo lento gusta. Por eso, en heráldica, el caracol es símbolo de ponderación, firmeza y fortaleza.

 

Siempre que hago un viaje a algún país lejano, me gusta dejarme unos cuantos días para disfrutar de un recorrido a pie, tranquilo y sosegado. En coche o en avión, seguro que vería más cosas, pero las vería peor. Porque la vida, cuando se camina por ella, cuando se transita despacio y con calma y paciencia, es mucho más jugosa y sustanciosa.

 

Lento, pero seguro
Lento, pero seguro

Pero es que, además, el Caracol es un portento físico, con una capacidad pulmonar insuperable y un enorme corazón, lo que le convierte en un auténtico y prodigioso superatleta de la naturaleza.

 

Aunque técnicamente es hermafrodita, al producir tanto espermatozoides como óvulos, el Caracol necesita acoplarse y tener pareja para procrear, ya que no puede autofecundarse, siendo un amante excepcional.

 

Y por todo ello, por esta cantidad de virtudes, por ser unos bichitos tan simpáticos, queridos y apreciados, la concha seca del Caracol se ha utilizado como moneda de altísimo valor a las culturas más diferentes del mundo, siendo el caurí la unidad de cambio más valiosa del África antigua.

 

¡No marques las horas!
¡No marques las horas!

Y, además, por todas estas especiales características, es reverenciado por religiones tan importantes como la egipcia, ya que el caparazón del Caracol, en forma de espiral, simboliza el laberinto, lo infinito y la vida eterna.

 

Así, según las leyendas y las profecías, El Elegido llamado a salvar el mundo cuando el fin esté cerca, tiene que atesorar todas sus cualidades y llamarse, sin atisbo de dudas, El Caracol. Con mayúsculas, dada su grandísima importancia.

 

El Elegido será un Caracol
El Elegido será un Caracol

Jesús Lens, simbolista y profético.