Recuerdo que, de niño, no supe cómo tomarme el final de la película ‘Ángeles con caras sucias’, dirigida en 1938 por Michael Curtiz. El villano de la película, un gángster interpretado por el grandioso James Cagney, simula estar aterrado cuando se dirige a la silla eléctrica. Llora y pide perdón. Se arrepiente y se arrastra delante de los periodistas.
¿Por qué lo hace, cuando sabíamos que era un tipo carismático, duro como el pedernal y capaz de chulear a sus verdugos, aun en las puertas de la muerte? Para dar ejemplo. Para que los jóvenes que le idolatran renieguen de él y no le consideren un modelo a imitar, un ejemplo a seguir. El plan, urdido por su amigo de la infancia, el padre Connolly, sale bien.
Quienes crecimos viendo westerns y cine negro, aprendimos a interpretar los conceptos de heroicidad y justicia. A distinguir los roles de buenos y malos. Otro ejemplo: ‘Al rojo vivo’, de Raoul Walsh. El protagonista, de nuevo interpretado por Cagney, es un psicópata de libro. Sin embargo, cuando muere en la cima del mundo, tiroteado por su antagonista, un agente de la ley y del orden; siento una inmensa pena por él. De hecho, el personaje del supuesto bueno, interpretado por Edmond O’Brien, me cae rematadamente mal desde el principio de la película.
El western es un género cinematográfico que, por lo general, ha blanqueado el genocidio de las naciones indias. Al menos, el western clásico, que el neowestern es otra cosa. En el Far West, los indios eran los malos, caricaturizadas como tribus de salvajes en taparrabos ahítos de sangre y cuya única función en la vida era arrancar las cabelleras de los nobles pioneros. Hay excepciones, como ‘El gran combate’, de John Ford; pero son las menos.
Personalmente, el cine negro y el western, que siguen siendo mis géneros cinematográficos favoritos, no me han convertido en un psicópata, en un gángster, en un corrupto o en un racista. El hecho de admirar a Vito, Michael, Sonny, Connie, Tom y Fredo no hace que sienta simpatía alguna por la mafia real. Y eso que, en muchas ocasiones, la frase ‘La justicia nos la hará Don Corleone’ adquiere una relevancia y una actualidad incuestionables.
Hay películas que se convierten en iconos y cuya influencia va más allá de la pantalla. En ocasiones, lo que pasa en el cine no se queda en el cine. Por ejemplo, ‘El nacimiento de una nación’, una obra maestra de D.W. Griffith, de 1915, que hizo avanzar la técnica cinematográfica a pasos agigantados, pero que tuvo un indudable y nefasto efecto colateral: dio vida al Ku Klux Klan.
El Klan era una organización supremacista blanca que había quedado disuelta en 1871 merced a una ley del Gobierno federal norteamericano. En su película, Griffith convierte en héroes a un grupo de justicieros blancos que se ocultan bajo la sábana y el capirote que todos conocemos. Ese mismo 1915, durante la noche de Acción de Gracias, el pastor metodista W.J. Simmons capitaneó a un grupo de 34 hombres que plantaron una cruz de fuego en una colina de Atlanta, justo como ocurría en la película, que había tenido un gran éxito. El Klan había vuelto, adoptando toda la simbología mostrada en la película.
¿Y qué me dicen de Tony Montana, el héroe trágico interpretado por Al Pacino en ‘El precio del poder’? Se trata de un inmigrante cubano que se convierte en narcotraficante, sin empacho en matar a todo el que osa hacerle frente. Es cruel, narcisista y está bastante zumbado. Sin embargo, es un personajazo. Tanto que, más de treinta años después del estreno de la película, sigue siendo un referente para bandas de narcotraficantes que lo consideran un ídolo. Lo podíamos ver en ‘Gomorra’, sin ir más lejos.
Existe una película negra jamacaina interpretada por el mismísimo Jimmy Cliff, el famoso cantante reggae, titulada ‘The harder they come’. Basada en la biografía real de un criminal llamado Rhygin, cuenta la historia de un chaval que emigra del campo a la ciudad, dedicándose a la música y haciendo cualquier cosa con tal de llegar a la cima. Como casi siempre, en la vida y en el cine, una vez alcanzada la cumbre, llega la debacle. Lo curioso es que en Jamaica, los amantes del reggae fueron a ver la película en masa, pero salían precipitadamente del cine antes de que las cosas se le torcieran al protagonista. No querían ver su caída en desgracia.
Lo tengo muy escrito. El cine es más, mucho más que un mero entretenimiento. Es una poderosa arma que cambia costumbres, abre debates, genera conflictos, provoca interrogantes y moldea las mentes. Su capacidad de penetración es mucho más rápida y profunda que la de cualquier otro arte. De ahí que enseñar a ver cine debiera ser obligatorio en colegios e institutos. Enseñar a contextualizar, a interpretar y decodificar las imágenes. De esa manera, quizá nos ahorraríamos los debates sobre la censura, a estas alturas del siglo XXI.
Jesús Lens