Me apetece escribir esta primera entrada estando en mitad de una carretera, atravesando a toda velocidad un desierto iraní, a las afueras de la Ciudad Santa de Mashhad.
En esta ocasión no he tenido acceso a Internet durante todo el viaje y, de hecho, las Redes Sociales están censuradas, con lo que no he podido entrar en Facebook, en Twitter y solo puntualmente en el correo electrónico, aprovechando las wifis de algunos hoteles, cafés y restaurantes.
Como todavía estoy aquí, aún no puedo decir «he vuelto», pero si esto aparece publicado será porque sí. Porque, después de Irán toca el Volverán. Y ya estoy en casa.
Tengo en mente varios artículos. Uno se llamará «Mujeres veladas». Otro, sobre el culto a los poetas que se profesa en este país. Me gustaría hablar del trato que se da a los espacios públicos de Irán, sobre sus mercados y bazares y, bueno, ya veremos qué más. Dentro de poco hay elecciones en el país y la antigua Persia volverá al candelero informativo. Persia, Persépolis, Jerjes, Darío, Ciro, Irán, Zaratustra, el fuego, el sol y la luna irán asomando a esta pantalla. En forma de imágenes, de música y, siempre, de palabras. Porque al principio fue el verbo.
Pero escribo ahora, tras una noche de sueño reparador, cuando vamos a visitar las tumbas de dos famosos poetas muertos, en pleno On The Road, porque sigo en estado de efervescencia tras haber entrado, ayer, en el Mausoleo del Imam Reza, un lugar santo para los musulmanes, vetado y estrictamente prohibido a quienes no profesamos el Islam.
Espero que nadie se sienta molesto ya que entré con todo el respeto y con un ánimo siempre curioso y expectante, discretamente. Igual que Burton entró en la Meca. Nervioso, tras pasar un primer control y cacheo y, después, sin llamar la atención de los guardas que, con sus varas, tratan de mantener el orden en un recinto de proporciones homéricas, interminables, inabarcables. Un recinto fastuoso en que un patio maravilloso da paso a otro más impresionante todavía. En el que la rica decoración de azulejos competía en belleza con inmensas puertas recubiertas de pan de oro u otras revestidas de los mocárabes que tanto nos gustan de la Alhambra.
Pero, sobre todo, estaba la gente. Miles y miles de personas se arracimaban en todos y cada uno de los espacios del recinto, unos lugares más repletos que otros. La serenidad de los patios exteriores, en el frescor de la noche, bajo un cielo estrellado en el que una mágica, gigante, luminosa y emocionante luna iluminaba hasta el enloquecimiento las cúpulas y los muros de un espacio cargado de magia y de poder.
Y, después, los interiores. ¡Joder con los interiores, con perdón! Salas inmensas, decoradas con espejos, que le daban el aspecto de estar revestidas de plata hasta en el más recóndito de sus rincones. Techos bajos, pero que se multiplicaban hasta el infinito. En cada rincón, personas rezando, leyendo libros de oraciones o tranquilamente sentadas, meditando. Gente que deambula y pasea. Gente que hace fotos. Gente que toca las puertas, sus marcos y las rejas del recinto con veneración. Gente que llora. Porque la historia del Imam Reza es trágica, como todo lo que tiene que ver con ese chiísmo que reviste la religión en Irán. El chiísmo es la rama más dramática del Islam ya que entronca con la historia de Hussein, el nieto de Mahoma que fue asesinado en Kerbala, la ciudad iraquí. Sus biznietos, entre los que se encontraba Reza, también fueron asesinados. Y por eso su culto es angustioso, dramático y repleto de lágrimas y aflicción. Por eso, los chiìtas se fustigan, que cortan y sangran, durante algunas celebraciones.
Por eso, la intensidad que se respira en el Mauseleo, a medida que te acercas a la tumba de Reza es creciente, angustiosa y hasta viscosa. Llegas a un punto en que las personas se preparan como para ir a la batalla. El objetivo: tocar la tumba. Las mangas de la camisa arriba, las manos que se mesan los cabellos y, como si de penetrar la defensa de los All Black neocelandeses se tratara… a percutir contra la masa, empujando, dando codazos, apartando y avanzando. Contra todo y contra todos, adelante; siempre adelante.
Solo diré que, con mis casi dos metros y cerca de 100 kilos, no fui capaz de acercarme a menos de dos metro de la tumba, sacudido por la marea humana igual que que si estuviera en mitad de la marea del Mediterráneo más levantisco, en día de temporal. La gente que había llegado hasta la tumba se aferraba a la reja que la rodea, de plata pura, como el naufrago se sujeta a la barca de salvamento, tratando de no ser engullido por el océano. Los dedos, como garfios, no se separaban de la reja, aunque sus cuerpos fueran zarandeados por la presión de cientos de personas concentradas en un único fin: tocar la tumba, aunque fuera por una décima de segundo.
Yo temía hasta que se me reabriera la herida de la costilla. O sufrir un mareo, lipotimia o desvanecimiento, de la presión que había. Niños que se encaramaban sobre las espaldas y los hombros de la gente y se lanzaban como kamikazes a tocar la tumba. Padres que trataban de que sus hijos pequeños lo consiguieran y, algunos, lloraban horrorizados, creyéndose morir entre la multitud.
.. PAUSA.
Sigo escribiendo tras haber pasado la mañana en la tumba de Omar Khayyan, el poeta persa más reconocido internacionalmente. Escuchamos a dos hombres interpretar su poesía, cantando y tocando dos grandes tambores. Compramos música, compramos libros y fumamos una shisha de manzana con aroma de anís recostados en una «cama», propia de las tribus nómadas. Suena la recitación musicada de la poesía. Una fuente de agua. El rumor del viento entre los árboles. El sonido del silencio en su más pura esencia. Y el espíritu se eleva. Hasta alcanzar cotas insospechadas.
Estamos en tierra de místicos sufíes. De poetas científicos.
No nos preocupemos por el mañana, amigo.
Hemos de aprovechar este hálito de vida.
Si mañana salimos de esta mansión, seremos lo mismo que los muertos de hace siete mil años.
U este otro poema:
Veloz, la caravana de la vida adelanta.
No exhales un suspiro sin placer.
No te ocupes del mañana de aquellos que hoy son tus invitados.
Llena otra vez mi copa, que avanza la noche.
Termina un viaje. Nos queda comer una chuletas de cordero a la brasa que ya sabemos que son exquisitas, porque las probamos ayer, en un restaurante al aire libre, en mitad de un jardín. Y el agua. Y la música. Siempre el agua. Y los arboles. Nos queda un paseo por el mercado de Mashan y, después, la vuelta. De madrugada.
Y volver. Volver a todo lo bueno que tienen nuestras vidas. Volver a nuestra existencia, tratando de que siga siendo rica, apasionada, interesante. «La Vida son Momentos», leí una vez. Lo mejor de los viajes es que están llenos de momentos. Yeso es, precisamente, lo que hace que la vuelta sea igualmente excitante: los momentos que sé que están por venir, por disfrutar, por beber, por aspirar, por soñar.
Los Momentos que están por vivir.
Sí. Ya estamos aquí. Hoy comienza todo. De nuevo. Y tu estás ahí. Para compartirlo. Para vivirlo. Para sentirlo. Para disfrutarlo.
¡Gracias!
En Twitter: Jesus_Lens