Estoy cansado de todo.
De todo, menos de la música.
Dale Turner
Vamos a seguir hablando de Alrededor de la Medianoche. Ahora, nos centramos en la película, tras esta entrada musical. Y es que… ¡nos gusta el Cine con Swing!
Hay películas que parecen filmadas en estado de gracia y que, más que contar una historia, cuentan la vida. “Round Midnight” (1986), dirigida por Bertrand Tavernier, es una de ellas.
No se puede concebir que cualquier aficionado al jazz no haya visto “Round Midnight”. Puede haber otras fallas, lagunas o ausencias perdonables y disculpables en el bagaje fílmico de los aficionados al jazz. Ésta no lo es.
Porque, con esta película, Bertrand Tavernier consiguió algo tan difícil como es filmar el jazz. Tal cual. De hecho, es el mejor y más acabado ejemplo de sinestia fílmico-musical que podemos disfrutar.
Todo comienza en Nueva York. De forma fantasmal. Con una persona que pregunta, a través de una voz en off, si aquella es la habitación en la que murió Hersell. Y una respuesta evasiva: puede ser. A fin de cuentas, todas aquellas habitaciones de hotel de parecían, con esas cortinas mugrientas y el mismo papel pintado.
Más adelante volveremos a aquella habitación. Porque otra de las virtudes de la película de Taverniar es que juega musicalmente con el tiempo y con el espacio, como si el guion contuviera libérrimas y evocadoras improvisaciones que parten de la línea argumental principal.
Una historia que comienza viajando de Nueva York a París. Porque en París hay menos frialdad. Del Puente de Queensboro a la Ciudad de la Torre Eiffel, conectados a través del hierro que conforma dos de los monumentos modernos más conocidos del mundo.
El protagonista es Dale Turner, interpretado por un majestuoso Dexter Gordon que, por este papel, sería nominado al Óscar, además de ganar el David di Donatello al mejor actor extranjero en Italia. Se trata de un músico que viaja ligero de equipaje, apenas un puñado de ropa… y su saxofón. Siempre, el saxofón.
En París se instala en un hotel frecuentado por músicos y regentado por una mujer cuya personalidad estaba a la altura de su rotundo trasero, no por casualidad se la conocía como Buttercup.
Por la actitud de Dale, de Buttercup y de otro de los vecinos del hotel, otro músico americano cuya principal actividad es cocinar, a cualquier hora del día o de la noche; sabemos que Dale es un viejo conocido del hotel y de la parroquia de exiliados norteamericanos que en él residen, como si fueran una especie de Generación Perdida que cambió la pluma por el saxo y las teclas de la máquina de escribir por las del piano. Pero con menos glamour. Con mucho menos glamour. Y también conoceremos, desde el principio, la otra gran afición de Turner, la que le pierde, la que le condiciona la vida: la botella. El vino tinto. El alcohol.
Sin apenas darle tiempo para que se instale en su cuartucho, Buttercup se lleva a Dale a tocar. A un club cuyo nombre tiene resonancias míticas: el Blue Note, uno de esos garitos a los que se accede bajando unas escaleras y que queda por debajo del nivel de la calle. Dale interpreta “El tiempo pasará”, después de ser presentado por el pianista que le acompañará en el escenario durante todas las noches que actúe en el local, interpretado por el mismísimo Herbie Hancock, uno de los grandes pianistas de la historia del jazz y autor de la magistral, impresionante e histórica banda sonora de “Round Midnight”, ganadora del Oscar de 1987 a la Mejor Música.
El tiempo pasará. Quizá sea eso lo que busca Dale. Que el tiempo pase. Porque su marcha de Nueva York es una huida. A ningún sitio. Porque al otro lado del Atlántico, le espera él mismo. Con sus achaques. Su alcoholismo. Su aspecto desvalido y sus andares imposibles.
¿Te gusta el baloncesto?
Un tipo delgado, fumador compulsivo, se agacha en mitad de la calle, mientras jarrea el agua de la lluvia, pegando el oído a uno de los ventanucos que dejan escapar la música que suena en el Blue Note. Se trata de Francis, interpretado por Fraçoise Cluzet. Se acerca un tipo y le pide dinero. De malas formas, enervado y nervioso, Francis lo despide con cajas destempladas: no le deja oír la música de uno de sus ídolos y, ¡qué demonios… si tuviera dinero, no estarían en mitad de la calle, empapándose, sino dentro del club, disfrutando de la eléctrica, cadenciosa y prodigiosa música de Turner!
Los días y las noches se suceden sin solución de continuidad: Buttercup trata a Dale como a un niño pequeño y nadie le deja probar una gota de alcohol, ni en el club ni el hotel. Francis, que trabaja como ilustrador, tiene a una hija preadolescente a la que deja en casa para irse a escuchar a Dale. Desde la calle. Siempre desde la calle. Hasta que una noche, el músico se da de bruces con él y, viendo la actitud nerviosa, tímida y huidiza de Francis, se acerca a él y, con total naturalidad, le pregunta si le invitaría a una cerveza.
A partir de ahí nace una de las amistades más hermosas de la historia del cine. Porque Francis comenzará a tratar a Dale como a una persona adulta y responsable. Aunque, a veces, su comportamiento desmienta dicha condición: cada vez que puede, se escapa de la vigilancia de sus amigos, se emborracha y termina en el hospital, un lugar al que le tiene pánico.
Pero Francis no cejará en su empeño en recuperar a Turner. Primero, como persona. Después, como artista. Se lo llevará a vivir con él y con su hija y, para mudarse a un apartamento más grande, Francis no dudará en contraer deudas con su exmujer:
– Me inspira. Desde que está con nosotros, trabajo mucho mejor.
– ¿Y yo? ¿Yo no te inspiraba?
Toda esta parte de la película transmite energía a raudales, positivismo, confianza en el futuro, amor al arte, ilusión… sobre todo, en dos momentos: cuando Turner vuelve al estudio, para grabar un nuevo disco, tras haber estado componiendo; y cuando Francis invita a toda la gente del jazz que se reúne en el Blue Note a su casa, a una fiesta. Allí se convoca el espíritu libertario, creador y felizmente revolucionario del Bebop, esa música que inventó Turner, entre otros músicos.
Una música de melodías imposibles, como le reprocha al principio de la película Hersell. Una música que se sale de los cauces convencionales y que resulta difícil de seguir. Una música que amplía los márgenes del pentagrama, que excede las notas habituales y alcanza tonos solo teóricamente imposibles. Una música que surge de una personalidad desbordante y genial, excesiva y al margen de los convencionalismos habituales.
Por eso, cuando Turner está establecido y plenamente integrado en la vida de Francis, hasta el punto de ir a la casa de los padres de este a celebrar un cumpleaños; llega el momento de dejar salir la naturaleza del artista que lleva dentro. Y de volver a Nueva York. A ese hotel en que empezó la película. Un hotel de músicos y para músicos.
Francis le acompañará y, de la mano del dueño del club en que Dale tocará las siguientes noches, interpretado por un nervioso Martin Scorsese, paseará entre los rascacielos, disfrutará de los músicos más excitantes que tocan en los clubes de jazz más excitantes de la ciudad más excitante del mundo… y verá muy de cerca el reverso más amargo y destructivo de esa creatividad sin límites: los paraísos artificiales inducidos por los traficantes de drogas que persiguen a los músicos, sabiendo que son potenciales buenos clientes.
Llega el momento de partir. Aunque hasta ese momento, Francis ha estado muy encima de Dale, acompañándole y siguiendo sus pasos, tratando de que no perdiera el norte y de que no sucumbiera a la naturaleza del escorpión; a la hora de volver a París, tan solo le da un billete de avión y le dice la hora a la que este sale. Nada más. Nada menos.
A partir de ahí, un telegrama. Y las películas en Súper 8 que Francis filmó con su tomavistas. Y una niña que ha crecido y que es la que sale a divertirse, por la noche, mientras su padre se queda en casa, escuchando discos, fumando y viendo películas en blanco y negro. Y recordando.
¿Te gusta el baloncesto?
Cid & Lens
#Cineconswing