Esta columna, sépanlo ustedes, a punto estuvo de costarme una monumental borrachera. Había salido a caminar el miércoles a mediodía y paré en una terraza a tomar una cerveza mientras leía un rato al sol. En la mesa de al lado, un sujeto hablaba en alta voz. La cosa iba de enfermedades y dolencias, entre juanetes, muelas picadas, alopecia, tensión oscilante y gases, muchos gases. El parlante era un rubiasco desteñido de unos 30 años. Junto a él, dos oyentes incapaces de meter baza en la conversación.
Aunque trataba de enfrascarme en mi novela, una de ciencia ficción, el runrún no cesaba. El monólogo había girado hacia La Cosa, como era previsible. Lo que no era tan fácil de prever es la tesis de que el coronavirus es un ente maligno que llega de otros universos a través de agujeros de gusano. Es inerte y necesita interactuar con una célula viva para activarse. Como el SIDA, otro virus del pasado.
A esas alturas había pedido una segunda birra, claro. Hacía como que leía. Y tuiteaba. Aquello era mejor que una serie de Netflix. El coronavirus sería la primera andanada de una guerra bacteriológica (o la segunda, si contamos el VIH, imagino) y la siguiente no tardará en llegar: nos la meterán en la comida para que caigamos como chinches. A los pobres supervivientes solo les quedará la esclavitud.
Y es que, pásmense, la pandemia y el chip —porque el chip ya nos lo han metido a través del móvil— daría razón a los mayas: hace años se cambió el calendario y, en realidad, 2021 es 2012. ¿Se acuerdan de aquellas profecías sobre el fin del mundo? Pues tenían un número bailado.
A esas alturas había pedido un tercer tercio y el sol hacía hervir la cerveza en mi cerebro. Pero el fulano seguía sin parar de hablar. Sobre cualquier tema tenía una teoría conspiranoica, de las pulgas, los ajos y los vampiros a la cerveza sin alcohol, cuya espuma no es más que detergente.
En un momento dado confesó que durante una época de su vida había consumido “droguillas”, pero no sirve como eximente. Ni siquiera como atenuante. No hay droga que haga tanto daño en un cerebro. El desojono final llegó cuando, muy serio, exclamó que él leía mucho. Que se IN-FOR-MA-BA. En ese momento pedí la cuenta y volví a casa pensando que ese individuo también es sujeto de derechos. Como votar.
Jesús Lens