El costo hundido

Imaginemos que el próximo viernes hay un concierto muy chulo en cualquier sala de Granada. Lo que no es mucho imaginar, dicho sea de paso, dado que salimos a 40 o 50 bolos musicales en esta ciudad, cada fin de semana.

BMHPW6 Treasure chest sinking in water. Image shot 2010. Exact date unknown.

Imaginemos que a usted le mola el grupo que toca y le apetece tanto ir a ese concierto que compra la entrada por Internet. Su cuate musical más cercano, con el que comparte gustos musicales, también irá al espectáculo, que esa banda es una de sus favoritas, pero no saca la entrada anticipada y decide esperar al día en cuestión.

 

Llega el viernes. Mal tiempo. Frío. Viento. Cansancio acumulado de la semana. Está usted en casa, a media tarde, vestido con esa ropa taaaaaaaan cómoda y las alpargatas de paño… Ve usted la mantita en el sofá, provocándole. Y entonces llega ella. La tentación. La tentación de no salir y quedarse a ver una película o leer un buen libro. Pero, de ceder a ella, perdería el importe que pagó por la entrada. ¿Qué hacer?

A su socio de correrías musicales le ha surgido la misma tentación, por supuesto. Que también ha llegado a casa helado y la semana ha sido igualmente dura. Solo que él todavía no se ha gastado ni un euro en el concierto. ¿A que podemos anticipar, más o menos, cómo sería el intercambio de WhatsApp entre ustedes dos? ¿Quién pondría más empeño en ir al concierto y quién sería más propenso a optar por el plan casero?

 

El precio que usted pagó por la entrada es lo que se llama un costo hundido: un gasto realizado en el pasado y que no puede ser recuperado. Y precisamente por eso, porque ya están hechos y resultan irrecuperables, los costos hundidos no deberían resultar relevantes a la hora de tomar decisiones de una forma fría, analítica y racional. Pero anda que no pesan…

¿Quién no se ha encontrado alguna vez enfrentado a una situación por el estilo? Lo lógico sería ceder a la tentación y pasar del concierto. Y, sin embargo, qué importancia tiene el costo hundido –y un amigo persistente- para obligarnos a hacer cosas que, a priori, no nos apetecen, pero de las que luego nos alegramos sobremanera. ¡Viva la irracionalidad en la toma de según qué pequeñas decisiones! Como la de irse de conciertos…

 

Jesús Lens