¿El pino o el indio?

Me gusta el agua. Y me gusta dar volteretas y hacer el pino, cuando las aguas están tranquilas. O jugar entre las olas, cuando el mar está bravío. Y, aun así, no termino por decantarme sobre si esta persona está haciendo el pino o está haciendo el indio, sinceramente.

 

Pienso, además, que se puede extrapolar a alguna otra situación de la actualidad en que vivimos, no sé tú…

 

Jesús picáculo Lens

Referentes literarios de la política española

Hoy publicamos este artículo en IDEAL. Porque a veces, la realidad tiende a imitar a la ficción…

Del género picaresco, entre el Lazarillo y el Buscón, la figura que más me impresionó fue la del noble venido a menos que, no teniendo un mendrugo que llevarse a la boca y viviendo poco menos que en la indigencia, salía todos los días de su casa a pavonearse, vestido con sus mejores galas, haciendo como que no pasaba nada, que todo estaba bien y que la vida seguía igual.

Dentro de la casa del hidalgo apenas quedaba un jergón para dormir y una cacerola en la que cocinar un miserable puchero de verduras podridas, pero de puertas para afuera, el hombre trataba de disimular sus penurias aunque fuera montando un rocín al que las costillas le sobresalían del pellejo, tanto o más escuálido que su dueño. Dueño que, por supuesto, tenía prohibido pedir cualquier tipo de ayuda ni podía tan siquiera trabajar, so pena de ver su honor mancillado y su imagen revolcada por el barro.

Y me acuerdo de aquella gallarda figura cuando veo a Rajoy, negando la mayor, haciendo filigranas para no pedir un rescate o, después de hacerlo, torciendo la realidad y el lenguaje con tal de no admitirlo. Y, mientras, el patio trasero de casa, hecho unos zorros.

Qué risa, leer el Quijote... y verse reflejado

Pero estos días también se me viene a la cabeza una novela completamente diferente: “Soy leyenda”, escrita por Richard Matheson y llevada al cine en un par de ocasiones. Si se acuerdan ustedes, el protagonista de la historia es un hombre que, acompañado solo por su perro y tras algún tipo de cataclismo planetario, sobrevive en su ciudad, convertida en un entorno hostil poblado por otros hombres que ya no son humanos, sino unos inquietantes sujetos con aspecto de zombi que hacen la vida imposible a nuestro héroe, obligado a huir de ellos todo el tiempo para seguir manteniendo su precaria existencia.

El momento más importante de la novela, el auténticamente estremecedor, es el que se produce cuando el protagonista cobra conciencia de que, en realidad, el monstruo, el raro y el diferente; es él. Es él quien, tratando ser el mismo de antes y comportándose como siempre, se ha convertido en un inadaptado. ¡El monstruo es él! ¡Él es, quién, con su comportamiento, se ha convertido en una amenaza para el resto de los habitantes de la ciudad!

Cuando escucho ciertas declaraciones de algunos políticos, sobre todo de esos que se han dado en llamar los Barones autonómicos, siento que no se han enterado de nada y que aun viven de espaldas a la realidad, como si todo lo que viene ocurriendo desde el verano de 2007 hasta ahora no les afectara o no tuviera nada que ver con ellos. Siguen tratando de vivir como siempre hasta que un día cobren conciencia de que, irremisiblemente, están abocados a la extinción.

Jesús Lens

Entre el fuego y el precipicio

Leyendo la narración de los momentos de pánico que se vivieron en Portbou cuando se declaró el incendio que ha asolado el Ampurdán, no pude evitar hacer una analogía con la actual situación de la economía española, con todo el respeto por las personas fallecidas y heridas en la tragedia.

Según parece, cuando se extendió el fuego provocado por la impaciente colilla de un conductor aburrido, las personas que estaban varadas en mitad del típico atasco de un fin de semana de verano se vieron obligadas a tomar una súbita decisión. ¡Qué sangrante, el contraste: pasar del disfrute de un domingo de sol y playa a tener que luchar por salvar tu vida!

De las doscientas personas que se encontraron frente una lengua de fuego que amenazaba con abrasarlas vivas, ciento cuarenta decidieron quedarse quietas y esperar a ver qué ocurría. Por el contrario, las otras sesenta optaron por poner pies en polvorosa y huir de la amenaza, aunque eso supusiera tener que bajar por un escarpado acantilado repleto de rocas sueltas y espinosos cactus. Un descenso para el que, con un calzado inadecuado, la mayoría de las personas no estaban preparadas. Magulladuras, ansiedad, pinchazos, pies rotos, sufrimiento y episodios de heroísmo y solidaridad fueron el balance principal de una odisea imprevista y, hasta cierto punto, obligatoria.

La travesía culminó con éxito para todos los expedicionarios, excepto para cinco franceses que, presas del pánico, se arrojaron al mar desde distintas alturas del acantilado. De los cinco, tres sufrieron heridas de distinta gravedad y se encuentran hospitalizados. Otros dos, sin embargo, perdieron la vida.

Llevamos semanas escuchando que la economía española está al borde del precipicio y no dejamos de leer todo tipo de análisis, vaticinios y previsiones; cada uno más catastrofista e intranquilizador que el anterior. Mientras que el gobierno y los poderes públicos optan por mantenerse a pie firme, esperando que el viento cambie la dirección del fuego; cada vez hay más partidarios de adentrarse en el acantilado, abandonar la zona de riesgo y buscar la salvación de una forma activa y diferente a la de, sencillamente, esperar.

Como ciudadano, cada vez me siento más estupefacto e impotente ante el panorama al que nos enfrentamos. Entiendo incluso a quiénes quieren saltar, esperando encontrar la salvación definitiva ahí abajo, en mitad de las aguas. Pero no puedo dejar de pensar que aquellas ciento cuarenta personas que esperaron a ver qué pasaba, finalmente pudieron subirse a su coche para volver a casa.

En determinadas ocasiones, la vida nos sitúa en escenarios y momentos que nos obligan a tomar decisiones tan trascendentales que marcarán nuestro futuro. España se encuentra, ahora mismo, en esa encrucijada: al borde del abismo y hostigada por una lengua de fuego que amenaza con calcinarla. ¿Cambiará el viento? ¿Bajarán las temperaturas y se aplacará el fuego? ¿Llegarán a tiempo los bomberos y los equipos de salvamento? ¿Saltaremos? ¿Habrá agua debajo?

Jesús Lens