Por mucho que se empeñara, en realidad, no era una noche como las demás. Y, por más que se quisiera convencer de lo contrario, si estaba allí, era porque se había quedado sin nadie cercano con quien estar en cualquier otro lugar.
Se había blindado por todos los medios posibles para tratar de olvidar que era Nochebuena, incluyendo su selección más dura de heavy metal atronando el coche a todo volumen, pero las calles vacías, a las once de la noche, no dejaban mucho margen a la imaginación. Era eso o el Apocalipsis zombi. Y mejor pensar que se trataba de una festividad, a pesar de todos los pesares.
“No estoy sola”, se consolaba, pensando en los voluntarios que se apuntan a hacer la guardia en hospitales, comisarías o parques de bomberos, en esos viajeros solitarios que aprovechan las fechas señaladas en que todo el mundo está en casa para conseguir billetes baratos de avión o en otros como ella, la gente del taxi, recorriendo las grandes avenidas de la ciudad a la caza y captura de esos jóvenes -y no tan jóvenes- que no perdonan una fiesta para correrse una juerga.
A las cuatro de la mañana, tras varios servicios tan lucrativos como hirientes -aún le dolía esa felicidad ajena, fuera real o impostada- el recuerdo, la pena y la melancolía habían conseguido derrotarla. Decidió volver a casa y encerrarse de una maldita vez hasta que pasaran aquellas condenadas fiestas.
Dudó si recoger a aquel último cliente o enfilar directamente hacia su cochera, pero esos últimos 10 o 15 euros le darían algo más de sentido a aquella noche y, al menos, no era otra parejita feliz camino del catre, para darle sentido carnal a la Nochebuena…
Serio y circunspecto, el hombre hizo el amago de sentarse en el asiento delantero. Sin saber por qué, ella le abrió la puerta, cuando se lo tenía terminantemente prohibido siempre que hacía el turno de noche.
Se quedó mirándole, esperando, pero él tenía la mirada perdida, como si no estuviera allí.
—¿A dónde?—preguntó.
No obtuvo respuesta.
—¿A dónde le llevo, oiga?—insistió en voz más alta, tocándole el hombro.
—Lo más lejos posible.
Horas después, todavía inmovilizados por la tormenta de nieve, seguían conversando en la impersonal cafetería de un área de servicio perdida de Despeñaperros.
FIN
NOTA.- Me encanta la tradición literaria del Cuento de Navidad, sobre todo, porque no soy yo, precisamente, de natural espíritu navideño. Así, escribir mi columna de IDEAL en forma de Cuento de Navidad me anima a cambiar de registro.
Os dejo los últimos que he ido escribiendo. El de 2016 se tituló «La multitud», en 2015 no escribí, en 2014… ¡tampoco! El de 2013 se tituló «Hasta aquí hemos llegado», en 2012 también fallé y es que, a 2011, ya llegué por los pelos: «Esta vez no lo conseguí (pero sirvió para algo)». En 2010, lo titulé «Nieva en La Habana», el de 2009, «Alegría».
En 2008, «Estaré bien», y en 2007… ¿dónde demonios estaría yo, en 2007, que no encuentro nada? Imagino que en otro blog cuyo contenido estará dando vueltas por ahí, por el ciberespacio.
Lo dicho: ¡FELIZ NAVIDAD!
Jesús Lens