Los forasteros

A muchos de ustedes les habría gustado que el protagonista de esta historia se llamara Cayetano o, peor aún, Borja Mari. Pero no. Se llama Manuel. Y es un tipo normal y corriente. Como ustedes y como yo.

Manuel y su pareja, Mercedes, aprovecharon el cambio de fase en el proceso de desescalada del confinamiento dictado por la pandemia provocada por la Covid-19 a comienzos del año 2020 en todo el mundo (¡uf, lo que cuesta explicarlo!) para viajar a un pequeño pueblo de montaña del interior de su provincia.

Mercedes hubiera preferido ir a la playa para unificar ese asimétrico bronceado a retales que había conseguido en la terraza de su piso, pero no tenían claro ni qué playas abrirían ni cómo o en qué condiciones lo harían. Y, sobre todo, que Manuel no estaba dispuesto a pasar por el “humillante trance”, como lo definió él, de que un guardia municipal le tomara la temperatura y se permitiera impedirle el acceso al rebalaje.

Bastante había aguantado aquellos dos meses religiosamente encerrado en casa, cumpliendo los dictados de un gobierno con el que no simpatizaba, pero… ¿qué remedio le quedaba?

Eso sí: ahora que se podía salir más allá del paseo en la franja horaria dictada por el dictatorial mando único de Pedro Sánchez y su socio Iglesias, iban a aprovecharlo bien. Manuel y Mercedes se decantaron por un pueblito con encanto, bien lejano a la capital, que les diera sensación de viajar.

—Lo bien que les vendrá que nos gastemos allí unos eurillos— sostenía orgulloso Manuel.

—Además, es uno de los pueblos que no ha tenido ni un solo caso de coronavirus— señaló Mercedes.

—¿Te importa bajar la música? Me duele la cabeza.

—Normal. Que me has dejado abollada la cacerola, con tanta protesta callejera—ironizó la mujer.

En la plaza de ese pueblo, un domingo cualquiera, hubiera sido imposible aparcar. Era una localidad turística ‘con encanto’ que los fines de semana estaba habitualmente petada, autobuses de la tercera edad incluidos.

Aquel domingo, a pesar de haberse levantado el confinamiento radical, el pueblo estaba semidesierto.

Manuel y Mercedes subían por una de las empinadas cuestas del pueblo. Resoplaban. Él más que ella. Le miró divertida.

—Demasiadas semanas de inactividad— se justificó Manolo.

—Si en vez de tanto Zoom hubieras hecho más zumba…

—…Dijo la que considera un deporte olímpico estirarse en la cama al despertar.

Les gustaban aquellas pullas. Se divertían.

—Para un poco, que me ahogo— reclamó Manolo, expectorando. En ese momento se cruzaron con una mujer mayor, tocada con sombrero y, en la cara, una mascarilla cosida a mano. Cruzaron las miradas, pero ni una sola palabra.

—Debimos traer las mascarillas— señaló Mercedes.

—¿Para qué? ¿No habías dicho que aquí no había coronavirus?

Las tiendas de artesanía y productos típicos de la comarca estaban cerradas a cal y canto, pero Mercedes vio un colmado con las puertas abiertas.

—Lo mismo tienen queso artesanal— comentó esperanzada mientras entraba. Dentro solo había una persona.

—¿Le importa esperar fuera mientras termino de despachar a este cliente?

Mercedes tuvo que apaciguar a su Manolo, que ya iba para dentro blandiendo el reglamento de lo que estaba permitido en esa fase de la desescalada. Entre otras cosas, podía haber más de un cliente en las tiendas, siempre que…

—¡Déjalo ya, anda! Tengamos la fiesta en paz. Vamos a ver si comemos algo, que es tarde.

—¿Y el queso?

—Da igual. Además, seguro que cualquiera de los de la tienda gourmet de debajo de casa está mejor.

—Pues sí. El paleto este se lo pierde.

En la plaza del pueblo, unas mesas invitaban a disfrutar del sol primaveral. Separadas como setas, estaban todas ocupadas. Manuel entró al mesón a reservar.

—Buenas, venía a…

—¿Se puede usted limpiar las manos con este hidrogel, por favor?

Una vez cumplimentado el trámite, a regañadientes, insistió:

—Para reservar una mesa y…

—¿No tiene usted mascarilla?

—Pues no. Su uso no es obligatorio y…

—Mejor se marcha, si no le importa.

Manuel sintió sus mejillas enrojecer.

—Mire usted…

—No, ¡MIRE USTED!— respondió el tabernero, elevando el tono de voz—. Sin mascarilla, en mi bar no se está.

En ese momento, una mesa se quedó vacía en la terraza. Mercedes hizo ademán de acercarse. La tajante voz del dueño del mesón la paró en seco.

—Está ya reservada. Lo siento. Hoy no tenemos nada libre. Mejor se van.

Manuel y Mercedes miraron alrededor, sin encontrar a ningún posible cliente. Y dado que pasaban de las tres de la tarde, era poco probable que ningún lugareño fuera a aparecer.

En ese momento Manuel vio un coche de la Guardia Civil que avanzaba por la calle principal. Decidió presentar una queja por el comportamiento agresivo y amenazante del dueño del bar.

—¿Se aparta de la puerta, por favor?— le dijo el Guardia Civil desde el interior del coche, antes de salir—. ¿No tiene usted mascarilla?— le preguntó nada más bajar.

—No. No es necesario llevarla y…

—Que se mantenga a distancia, le digo.

En ese momento, Manuel tosió levemente, llevándose la mano a la boca.

Si en la plaza del pueblo ya se había hecho un silencio expectante, en ese momento se convirtió en sepulcral. Hasta los pájaros parecieron ponerse de acuerdo para dejar de gorjear.

Entonces, otra tos. Nada estridente, pero bien audible.

Una familia de las familias sentada a una de las mesas se levantó de inmediato.

—Andrea, coge a tu madre e id tirando para arriba. ¡Arturo! Dime qué se debe.

—Déjalo. Ahora te subo a casa el choto que faltaba por salir, que vamos a ir cerrando.

CONTINUARÁ.

Jesús Lens

 

 

Mujeres en un autobús

Cogían el 4 a la misma hora, en dirección al trabajo. Eran viejas amigas, aunque ambas se sentían feliz y desprejuiciadamente jóvenes. Sobre todo, los viernes.

—Vaya leche—, dijo Angustias—. Este fin de semana va a hacer malo. ¡Con lo organizadito que lo tenía todo!

—¡Pero qué dices!— le respondió Esperanza—. Según mi móvil, van a subir las temperaturas.

—¡Anda ya! En el mío, bajan. Además, hay riesgo de lluvia.

Se enseñaron los móviles respectivos y, cuando comprobaron que ambas tenían razón, se echaron a reír. Al cesar las risas, en vez del socorrido “estos del tiempo no dan una”, Esperanza le propuso un trato a Angustias.

—No tengo nada importante previsto para estos días. Sólo quiero acabar la novela que tengo entre manos y ver Netflix. ¿Por qué no te llevas tú mi teléfono, donde dice que va a hacer bueno, y me quedo yo con el tuyo? ¡Con lo que me gusta leer tumbada en el sofá con una mantita mientras llueve afuera!

Esta vez fueron carcajadas. Sin embargo y sin pensarlo mucho, se animaron a intercambiar sus teléfonos. “Puede resultar divertido”, se dijeron tras darse los pines respectivos y quedar en avisarse si ocurría algo grave.

El lunes por la mañana, de nuevo en el autobús, al devolverse los móviles, Esperanza y Angustias se sentían confusas y extrañas. Cortadas.

—Que calladito te lo tenías.

—Pues anda que tú… ¡quién lo habría dicho! Con esa carita de no haber roto un plato en tu vida.

El martes no coincidieron. Una de ellas cogió el Metropolitano. La otra se fue andando con la excusa de que le vendría bien hacer algo de ejercicio. El miércoles, sólo una se decidió a retomar el bus. El jueves, ambas; aunque no se sentaron juntas. Llegado el viernes, aunque incómodas y recelosas, volvieron a compartir asiento.

A punto de llegar a su destino, al unísono y sonriendo, ambas preguntaron en alta voz: ¿Qué tiempo dice tu móvil que hará mañana?

Jesús Lens

Granada 2025

Mary y John llegaron temprano a la Alhambra. Era su sueño desde que leyeron a Washington Irving. Consiguieron ahorrar y, por fin, el viaje. Les hubiera gustado llegar directamente al aeropuerto de Granada, pero no hubo forma. Tampoco les importó. ¡Qué romántico, lo complicado que era llegar a aquella ciudad!

Les extrañó que, al pasar el móvil por el escáner, un guardia de seguridad les obligara a ponerse una pulsera electrónica.

—Es por su propia seguridad. Así están ustedes geolocalizados y, al terminar, se pueden descargar el recorrido en sus móviles.

A la caída de la tarde, tan extasiados como cansados -no se podían creer que no hubiera ni un área de descanso en toda la Alhambra y que las botellas de agua pequeñas se vendieran a 13 euros- esperaron la cola para que les que les quitaran la pulsera.

—Pero ustedes no han pernoctado en la ciudad— les espetó un nuevo guardia de seguridad—. Ni consta que hayan hecho gasto en la tienda de la Alhambra ni en ningún otro comercio granadino.

—Pues no. Llegamos a primera hora y no nos gusta comprar souvenirs…

—¡Ah, claro! Ustedes no son turistas, ¿verdad? Ustedes son via-je-ros… Pues sepan que, hasta que no acrediten unos niveles mínimos de consumo en los hoteles, bares y comercios de Granada, no les puedo quitar las pulseras. Y no se les ocurra intentar manipularlas: son pulseras inteligentes dotadas de un sofisticado mecanismo de descargas eléctricas que les aconsejo no experimentar.

Mary y John no daban crédito. Su vuelo salía en unas horas y no podían perderlo. Al borde de la deshidratación y después de recibir un par de chispazos cada uno, dejaron de discutir con aquel energúmeno y transigieron.

Preguntaron por espectáculos de ópera o conciertos significativos, restaurantes con estrellas Michelín, eventos deportivos, magnas exposiciones, representaciones teatrales de Lorca… Pero no había nada de aquello en Granada.

—¿Entonces, en qué quiere que nos gastemos nuestro maldito dinero?

—Si están cansados de piedras, les aconsejo el Museo de los Títeres y el de la Semana Santa. Mu bonicos… Además, Granada está llena de bares en los que, por nada de dinero, se pueden hinchar de tapas de carne en salsa y roscas de atún con tomate.

Jesús Lens

El mal olor

Me aprestaba a escribir esta columna, el lunes por la tarde, cuando me sentí incómodo. Fue de repente. Sin saber por qué. Era una sensación extraña que me dejó algo mareado, incluso. Me levanté y anduve por el pasillo, pero no me recuperaba. ¿Me habría pasado con el potaje, a medio día? Opté por ponerme el chaquetón y salir a dar una vuelta, aunque hacía un frío helador y no tenía ganas de caminar. Tardé una hora en volver y, al abrir la puerta de casa, lo sentí: olía mal.

Fui a la cocina a ver qué demonios me había dejado fuera del frigorífico, pero no encontré nada. Buceé en todos los recovecos de la nevera, en busca de algún apio olvidado en un ignoto rincón, pero estaba toda limpia y espercojá. Me asomé a la basura, y tampoco.

 

Fui al baño, pero nada. Como los chorros del oro. Entonces lo sentí. El mal olor venía de mi biblioteca, de mi lugar de trabajo. Era raro: jamás me llevo nada orgánico al escritorio, que no me gusta comer mientras escribo, aunque sea un sándwich. Lo que le faltaba a mi caos cotidiano de papeles, bolígrafos, periódicos y revistas es añadirle migas de pan o lamparones de aceite.

Y, sin embargo, la peste provenía de allí. ¿Se me estaría pudriendo algún libro, perdido al fondo de una balda de la librería? Era complicado de asumir, pero no me iba a quedar más remedio que buscarlo. Me senté un momento, tratando de decidir por dónde empezar la caza del libro en descomposición, cuando me llegó, perfectamente perceptible, una fétida y pútrida ráfaga de insoportable olor.

 

En esta ocasión, no me quedó lugar a la duda: provenía del ordenador. ¿Cómo era posible? ¿Se le habría cruzado algún cable y se estaba quemando el plástico negro? ¿Se habría colado algún insecto en la carcasa y se estaba friendo a fuego lento? Tras hacer todas las comprobaciones posibles, me convencí de que no. No había ningún resto orgánico allí dentro. Sin embargo, el pestazo persistía.

 

Estaba perplejo, pero se había hecho tarde y me apremiaban del periódico, por lo que me lancé a consultar la última hora. Entonces lo vi claro: Torres Hurtado y el caso Serrallo, la Púnica y la Lezo, los ERES… todo ello era carne de portada. De ahí provenía el mal olor.

 

Jesús Lens

Conversación en la taberna… y más

Iba yo a empezar mi reseña de la colección de cuentos que acaba de publicar José Antonio Flores Vera en la editorial Luhu Alcoi contando una anécdota que le ocurrió a un amigo y que tiene mucho que ver con la génesis de “Conversación en la taberna y 41 relatos”, pero me van a permitir que me la guarde para la presentación del libro, que haremos el viernes 27 de marzo, en la Librería Nueva Gala, a las 20 horas.

 conversacion en la taberna

José Antonio Flores.

Mi Álter.

Ustedes le conocen.

Porque hemos hablado muchas veces de él y con él. Porque pusimos en marcha aquel Proyecto Florens, porque es colaborador de IDEAL, porque es corredor, porque, porque, porque… ¡por qué es mi Alter Ego!

No sé desde cuándo nos conocemos, pero cada vez que coincidimos, es como si no hubiera pasado el tiempo, como si tuviéramos conversaciones abiertas y pendientes de la noche anterior.

Y esa misma sensación he tenido leyendo los relatos que componen esta antología. Algunos, releyéndolos. Porque ya los conocía del periódico, del Blog de José Antonio, de algunos certámenes literarios…

 José Antonio Flores

No es fácil hacer una buena selección de cuentos. Es complicado agruparlos, decidir cuáles deben entrar y cuáles no y, sobre todo, darles una hilazón. Porque “Conversación en la taberna y 41 relatos” no es, sencillamente, una sucesión de relatos, sino que las diferentes narraciones están agrupadas por temas y, cada uno de ellos, lleva una introducción de su autor, explicado el cuándo, el cómo y el porqué de dicha selección.

Hablar de los cuentos seleccionados por José Antonio es hablar de esos temas que tanto nos interesan y nos apasionan: los diálogos protagonizados o escuchados en las barras de los bares, acompañados de unas buenas Alhambras Especiales; la sensación de libertad que produce correr y, unos por los que siento predilección: los cuentos imposibles.

Los cuentos imposibles son esas ucronías que solo pueden ocurrir en la ficción (¿o no?) y surgir de la fértil imaginación de un autor con personalidad, imaginación y una destacada capacidad de fabulación. Porque las ucronías, para funcionar, aun siendo imposibles, tienen que ser creíbles y verosímiles.

 Conversación en la taberna Lens y Cuate

¿Os imagináis un partido de la NBA en el pabellón de un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera de nuestro país? ¿Y la playa más populosa de la Costa granadina, en pleno verano, completamente vacía?

Pues de todo ello hay en  “Conversación en la taberna y 41 relatos”. De todo ello y más aún. Porque cada cuento, cuenta. No hay relleno. Cada cuento narra una historia. Y todas ellas se leen con pasión. Y se disfrutan. Y se recuerdan.

Mi consejo es leer los cuentos despacio. Por temas o aleatoriamente, pero dejando pasar tiempo entre la lectura de unos y de otros. Porque la buena literatura, hay que paladearla. Despacio. Con delectación. Y en la obra de José Antonio Flores hay mucha y buena LITERATURA. ¡Con mayúsculas!

 Conversación en la taberna relatos

Y, ahora, si quieres conocer la anécdota que iba a contar al principio de esta reseña, te recomiendo que nos acompañes el viernes, en Nueva Gala. Que además de hablar de literatura, podremos brindar con los amigos.

¡No faltes!

Jesús Lens

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