Afuera

Cuando fui a entrar, las puertas automáticas no se abrieron y a punto estuve de estamparme contra su lustroso cristal.

Me quedé parado, sorprendido y estupefacto: justo antes que yo, una señora había franqueado la entrada sin problema alguno.

Me alejé de las puertas y volví a acercarme, para darles tiempo a reaccionar y que se pudieran abrir.

Pero nada.

Braceé tratando de activar ese mecanismo invisible que rige una parte cada vez más importante de nuestras vidas, como cuando estás cagando en el WC de algún edificio público y el sistema entiende que has dedicado más tiempo del razonable a dicho cometido, apagándose las luces y dejándote a tientas, buscando el papel del culo.

Pero la célula fotoeléctrica, o lo que sea que hacía que aquellas puertas se abrieran, debía haberse estropeado.

Me alejé unos pasos para avisar por teléfono cuando contemplé, con asombro, que un chavalito con numerosos piercings y tatuajes variados se acercaba a la entrada y las puertas se abrían automáticamente, sin ninguna dificultad.

Con el móvil pegado en la oreja, intenté volver a entrar. Infructuosamente.

Entonces decidí quedarme junto a la puerta, haciéndome el despistado, como cuando empiezas a escuchar una conversación ajena y terminas disimulando cualquier actividad con tal de enterarte del desenlace de la charla.

Vi aparecer a un tipo de porte distinguido, que se dirigía a la entrada y aproveché para situarme junto a él. Pero las puertas no se abrieron.

Nos quedamos ambos parados, mirándonos, sin saber qué hacer. Y le expliqué la situación:

– Cuando intento entrar, las puertas no se abren. Pero si me alejo unos pasos, parecen funcionar sin problema alguno… para cualquier otra persona.

Hicimos la prueba y, efectivamente, el sujeto de noble apariencia pudo acceder al interior sin la más mínima dificultad.

Decidí quedarme junto a aquellas puertas hasta entender lo que ocurría, aunque no conseguía que nadie de dentro atendiera a mis llamadas telefónicas o contestara a los SMS, mails y güasaps que les había enviado a través de la BlackBerry.

Entonces comenzó el jaleo. Porque, conmigo allí, ni los de dentro podían salir ni los de fuera podían entrar.

Fue una señora la primera en decirlo:

– ¿Por qué no hace el favor de alejarse unos pasos y, mientras arregla su situación, nos permite a los demás que sigamos con nuestra vida?

Traté de explicarle que no había ninguna razón para que aquellas puertas me hicieran el vacío. ¡Si aquel espacio era de acceso público y no exigía siquiera una identificación! Las había cruzado cientos de veces antes, en ambos sentidos y todos los días, como miles de personas.

Entonces llegó la policía y un agente, muy amable, me espetó que estaba molestando a los ciudadanos y que, si seguía alterando el orden, se vería obligado a detenerme.

– Si yo no dudo de que lo que usted dice sea verdad – me señaló el agente, con tono paternalista. – Pero, ¿para qué va a complicarse usted la vida? Váyase a casa y vuelva otro día, a ver si entonces se ha arreglado el problema. Y, entre tanto, sea usted considerado y no altere la rutina sus conciudadanos, que para algo vivimos en sociedad.

Consulté la BlackBerry y comprobé que no tenía mensaje alguno. Giré la vista alrededor y, al enfrentarme a la mirada entre iracunda y nerviosa de las personas que me rodeaban, decidí desistir y, haciendo caso al policía, volver a casa.

Iba caminando por la acera, cabizbajo, cuando percibí el peso de las llaves en el bolsillo del pantalón.

Y no pude evitar que una idea me nublara aún más el ánimo: ¿Y si llegaba al portal y la llave ya no entraba en la cerradura?

Jesús Lens

Provocación

Hoy, cuando salí para ir a comprar la prensa y desayunar, no solo llovía sino que hacía un frío bastante desagradable.

Al acercarme a la cafetería, vi que había un gran revuelo de gente, en mitad de la calle.

Chafardero, curioso y metomentodo como soy, me acerqué a ver qué pasaba para encontrar que, en mitad del grupo de gente, había un tipo tirado en el suelo. Pensé en un resbalón o algo por estilo, pero cuando levantó la mirada, le descubrí la cara partida y la nariz rota, chorreando de sangre.

– Es que iba provocando – se justificaba otro de los tipos que protagonizaban aquel mogollón, mientras se masajeaba los nudillos de su mano derecha con la palma de la izquierda.

No tenía pinta de provocador el muchacho de la nariz rota, precisamente, tan bien vestido y repeinado.

– ¿Cómo que provocando? – decía otra persona. ¡Si Luis Felipe es de natural pacífico, tranquilo y sosegado y nunca ha tenido ninguna bronca o pelea con nadie!

– ¿Y a quién le importa todo eso? El caso es que iba sonriendo.

– ¿Y?

– Que le pregunté por esa sonrisa y me dijo, sencillamente, que era feliz.

Jesús lluvioso Lens

¿Estábamos tan sarcásticos en anteriores 28 de abril? 2008, 2009, 2010 y 2011.

Ojito con el cuentista

Lo advertía Andrés Neuman en su pregón de la Feria del Libro de este año, saludado y recibido como combativo y comprometido, más allá de esas faenas de aliño en que suelen convertirse esos actos institucionales.

Cuidadito con los Cuentistas, que son tipos peligrosos y sospechosos.

Cabría pensar que este elogio y reivindicación de la narrativa breve, del cuento y del relato, es otra muestra más de estos de estos tiempos de recortes: un cuento es como una novela venida a menos, amputada y reducida.

Pero no. Los cuentos tienen su propia individualidad e idiosincrasia; naturaleza, estructura y forma de venir y alumbrar el mundo. O explosionarlo.

Estoy contento. Mucho. Coincide la reivindicación del relato con una buena noticia: si pincháis aquí, veréis los 20 finalistas del concurso de Relatos de Cerveza Ficción en que participamos hace unas semanas. ¡Más de 400 relatos se recibieron!

Hoy celebramos el Día del Libro. Y es lunes. De Debate. Una pregunta, a botepronto:

¿Creéis que el libro convencional está en peligro de extinción, por culpa del libro electrónico y los revolucionarios iChismes que han entrado en nuestra vida como un ciclón?

Y, otra más. ¿Qué libro estás leyendo ahora mismo? Yo, éste:

Y, por fin: ¿Qué libro regalarías, en un impulso instantáneo, a una persona que te cae bien? Yo, éstos:

Dicho lo cual, recordamos la invitación para el viernes que viene:

Jesús literario Lens

El guitarrista

Venía hacia casa, del trabajo, pasadas las tres de la tarde. No sé en otros sitios, pero en Granada hace un frío del carajo. Y, para colmo, a esa hora llovía con desafuero.

La Avenida de Cádiz, una de las grandes arterias del Zaidín, estaba vacía. No es que a esas horas suela haber mucha gente por la calle, pero es que hoy estaba especialmente desangelada. Como el patio de un colegio en verano.

Iba maldiciendo el momento en que decidí que la pelliza ya se iba a quedar colgada en el armario hasta la temporada que viene, cuando le vi venir.

Todavía estaba lejos y yo no llevaba las gafas, pero me dio la sensación de que venía… ¡tocando la guitarra!

Y seguía lloviendo.

Y yo tenía cada vez más frío.

El tipo se acercaba, efectivamente, haciendo como que rasgaba las cuerdas de su esplendorosa guitarra negra, cubierta la cabeza con la capucha de una sudadera. Se le veía joven y me pareció que sonreía.

Todavía estábamos a cierta distancia, pero cuando su mirada se cruzó con la mía, lo tuve claro: aquel tipo me iba a agredir. No sé si con el fin de robarme o, sencillamente, por el gusto de hacerlo.

Pero me iba a estampar la guitarra en la cabeza.

No supe cómo reaccionar ni qué hacer. Ni siquiera pensé en cruzar la calle y alejarme de su trayectoria. Como un pánfilo, seguí caminando hasta llegar a su altura.

No puedo decir que ralentizara el paso. Ni que lo acelerara. Sencillamente, seguí mi camino. Y el guitarrista siguió el suyo. Mientras blandía la guitarra. Como si la estuviera tocando. Sonriendo. Bajo la lluvia.

Jesús Lens

¿Y los 19 de abril de 2008, 2009, 2010 y 2011?

ByE XII: Callosidades

De la última a la primera, aquí están todas las entradas anteriores de «Barras y Estrellas». Si debutas en la lectura, empieza por abajo del todo 😉

– ¡La maternidad no te ha hecho perder la mano con la cocina, Isabel! ¡Estos callos están de puta madre!

Ésa era la mejor versión de Antonio, con el bigote chorreando el caldo rojo de los callos de garbanzos y morcilla de Isabel, con un toque picante.

– ¡Tráete más Alhambras, Estrellita! Y más te vale tener una buena reserva en el congelador porque esto pica como sus muertos a caballo y a todo galope!

Ahí seguía Antonio, haciendo mojás con el pan y hablando con la boca llena. No lo podía evitar. No era tanto mala educación o grosería cuanto gula desaforada cuando se enfrentaba a uno de esos platos tradicionales que ya no se cocinan en las casas y empiezan a ser más exóticos que el sushi o la salsa teriyaqui.

– Bueno, Fernando, ¿nos cuentas tú o tenemos que esperar a que vuelva por aquí el madero ése que tanto cariño parece habernos cogido?

– Tampoco tengo tanto que contar. Por lo visto, aquella noche le zumbé a un tío de Motril que, al parecer, tiene varias deudas pendientes. Me tomaron declaración y me dejaron ir.

– ¿Libre?

– A ver. Juicio, habrá. Pero, por suerte, al haber ido pronto al hospital, constaban restos de la droga en mi organismo. Así que parece que no será complicado que me absuelvan.

– Por no estar en tus cabales.

– No es precisamente éste el término jurídico, pero esencialmente sí. Por no ser responsable de mis actos.

– ¿Y le zumbaste bien? Es decir, ¿le provocaste heridas graves?

– Para nada. En esto de pegar, hay que saber. Y yo, lo más que sé de pegar, es pegar sellos. Por lo que dice el inspector, quisieron mandarle un aviso al tipo en cuestión. Nada serio. Solo que supiera que, si no pagaba, la cosa sería peor.

La vuelta de Fernando había supuesto un alivio para todos los habituales del “Café-Bar Cinema”. De hecho, los callos de Isabel se convirtieron en una celebración por el buen fin de aquel asunto. Aunque fuera un final más falso que los finales felices de las malas películas yanquis.

Estrellita seguía queriendo saber quién y cómo había drogado a Fernando y el hecho de que el inspector López se hubiera pasado por allí otra vez, aunque fuera a tomar una cerveza tranquilamente le mosqueaba. Y mucho. Pero tampoco podía, ni debía, obsesionarse y se daba cuenta de que empezaba a considerar a todos los desconocidos que entraban en su bar como unos potenciales secuestradores. Así que trató de disfrutar de los callos y se consoló pensando que, con toda aquella historia, al menos, nadie hablaba de las elecciones andaluzas ni de la merienda de negros en que se estaba convirtiendo este país, en los últimos años.

Veamos, los anteriores 7 de abril: 2008, 2009, 2010 y 2011