Toc. Toc. Toc.

Y para despedir la semana y dar la bienvenida al frío, un cuento muy doméstico. Y muy corto. A ver si os gusta.

A mi vecina de al lado se le debe haber estropeado el timbre y a su casero le debe estar costando arreglárselo.

Además, mi vecina… (¿Os acordáis de aquella aulladora? No. No son la misma, que conste.)

Mi vecina, decía, tiene una nueva pareja (¿o será la de entonces, que ha vuelto, pero más discreto? 😉 )

Una nueva pareja que debe creer en la vida sana y deportiva y que, entre otras virtudes, debe tener la de subir por la escalera ya que, cuando llega al rellano de nuestro piso, nunca se oye el ascensor.

¿Cómo sé, entonces, que ha llegado al rellano?

Porque, como todavía no debe haberse ganado la confianza de mi vecina, aún no tiene llaves del piso. Y tiene que llamar a la puerta. Y como el timbre está estropeado, llama a la vieja usanza: golpeando con los nudillos.

– Toc. Toc. Toc.

Y ahí estoy yo, arrellanado en mi sofá. Leyendo. Tranquilo. Relajado. Viendo las primeras y preciosas nieves que, hoy, han caído sobre la Sierra.

Y lo oigo:

– Toc. Toc. Toc.

No lo puedo evitar. Me sobresalto. El corazón se me acelera y siento algo muy parecido al miedo. Yo le llamo repullo. O susto. Pero es miedo.

– Toc. Toc. Toc.

Imagino que pronto me acostumbraré y el sonido de la llamada del novio de mi vecina se convertirá en uno más de los habituales del edificio en que vivo.

Pero reconozco que, cuando estoy viendo una película, en el silencio la madrugada, y lo escucho:

– Toc. Toc. Toc.

Me alarmo. Y sudo.

Sobre todo, porque hace meses que mi vecina se marchó del piso de al lado y, de momento, nadie lo ha vuelto a ocupar.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

Con un cuajarón de sangre en la boca

La sorpresa fue verla salir de la habitación, con toda la boca ensangrentada.

Tras la marcha de los Indignados, el 15-O, que había terminado en la Plaza de la Constitución, comprobaba con mi compañero que todo volvía a la normalidad cuando la central de avisos alertó de una trifulca en el hotel Room Mate, al principio de la calle Larios.

Estábamos tan cerca que apenas tardé un minuto en subir a la planta cuarta, por las escaleras.

Había llamado el portero de noche porque, por lo visto, una pareja estaba haciendo demasiado ruido, incluso para ser sábado sabadete.

– Entonces –pregunté yo -¿quién le ha partido a usted la boca, señora?

– ¿A mí? Nadie, agente.

La señora en cuestión, que se limpiaba la sangre de la boca con una mano mientras, con la otra, hacía por cubrirse las generosas tetas que desbordaban la tela fucsia del camisón que apenas la tapaba, tenía la vista perdida, ajena a lo que pasaba a su alrededor.

– Pero, ¿entonces? ¿Y esa sangre? ¿Y la pelea? ¿Y el agresor?

– ¿Qué pelea? ¿Qué agresor?

La verdad era que, para haber habido una trifulca nocturna, aquello estaba sospechosamente tranquilo, todas las puertas del pasillo cerradas, menos la 412.

Con la anuencia silenciosa de la señora, entré en la habitación. Y lo que encontré sobre la cama, me hizo vomitar hasta la tostada del desayuno: junto a un tipo desmayado se encontraba un pingajo de carne muerta y sangrante que, a estas alturas, bien puedes imaginar de lo que se trataba.

Efectivamente.

El caso es que después de un largo precalentamiento repleto de gemidos, gritos y exclamaciones, más propios de una película porno que de una apacible noche otoñal en un hotel turístico de Málaga, la señora había empezado a hacerle una soberana mamada al caballero que la acompañaba en la cama y que no dejaba de proferir expresiones tan ingeniosas e ilustrativas como “¡Ay qué gusto!”, “¡Sigue, sigue no pares!” y otras perlas por estilo.

Cuanto más chupaba ella, más gemía él.

Y, como si de una consecuencia tántrica del Efecto Mariposa se tratara, cuanto más gemía él, más se le hinchaban los huevos al vecino de la habitación 411.

Quiso la mala suerte que el hombre gimiente de la 412 terminase de celebrar con grandes alaridos su desbordamiento de placer justo cuando se agotó la paciencia del ocupante de la 411, que empezó a aporrear, con mucha saña, la débil pared que separaba ambas habitaciones.

La súbita sucesión de golpes provocó una terrible conmoción en la mujer de fucsia.

De las dos posibles reacciones reflejas de ella ante la inopinada y brutal cascada de golpes, una habría podido ser la de quedarse con la boca abierta por la impresión en cuyo caso, nada grave e irreparable hubiese terminado ocurriendo.

Pero no fue ese el movimiento reflejo de la mandíbula de la mujer succionadora, como el pene emasculado de su pareja, cortado de cuajo y yaciente sobre la sábana blanca de la gran cama de matrimonio de la habitación 412 del hotel Room Mate de Málaga podía atestiguar.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.

En 2008, 2009 y 2010 también demostramos que un 16-O, la vida puede ser maravillosa.

La vecina aulladora

Ahí va un Petit Cuento. Micro, pero micro. A ver si os gusta.

Cuando le gritó que habían terminado, de una vez por todas, sus vecinos prorrumpimos en un estruendoso, espontáneo y visceral aplauso; hartos de aguantar, sufrir y padecer sus continuos, fogosos y exaltados encuentros sexuales.

Salió de casa, con las maletas vacías. Disimulando nuestra alegría, le ayudamos a guardar la ropa y enseres que ella le había ido arrojando por la ventana del dormitorio mientras le espetaba todo tipo de insultos, exabruptos, menosprecios e imprecaciones.

– Con lo que hemos sido –decía él, ante nuestro feliz, irónico y satisfecho silencio.

Fue entonces cuando ella se compró un perro.

Jesús Lens Espinosa de los Monteros

Y los pasados días de 5-10 publicamos en 2008, 2009 y 2010.

¿Por qué la perdí?

(Relato negro y criminal, en primera persona. Autobiográfico, o sea)

Llevaba tiempo perdiéndola, pero no me daba cuenta.

Y no podré decir que no me había ido dando avisos, sobre todo, desde que cumplí los cuarenta.

Fue la crisis, de hecho, lo que usé como excusa para seguir sin prestarle atención a las señales que me mandaba, hasta que un mal día me desperté por la noche y constaté que, definitivamente, se había ido.

La había perdido, total y absolutamente.

Entonces sí reaccioné, poniendo el caso en manos de un especialista, de un profesional.

Tras una primera entrevista, comenzó sus investigaciones.

Su forma de encarar el caso me resultó muy tranquilizadora. Me daba confianza. No me garantizó que pudiéramos recuperarla, pero al menos, me daría pista de su paradero.

No tardó mucho en volver a llamarme.

Tampoco le había costado mucho trabajo encontrarla, la verdad.

Lo peor fue asumir que la muy perra se había escapado de la mano de dos buenos amigos. Bueno, de un amigo y una amiga, para ser rigurosos, que se habían confabulado, a mis espaldas, para apuñalarme de forma aviesa y taimada.

¡Traicionado por ese par de amigos en los que tanto confiaba!

¿Podía ser cierto?

Sí.

Lo era.

Y ahora, me tocaba a mí mover ficha, si quería recuperarla.

Estaba entre la espada y la pared.

Tenía que tomar una decisión.

Elegir.

O ella, o ellos.

Si quería recuperarla, tenía que darles la espalda, de una vez por todas.

Y no era fácil: me han acompañado (casi) desde que tengo uso de razón. Y con esos amigos he pasado algunos de los mejores momentos de mi vida.

Vale.

Me la han jugado y, ambos, terminaron por robármela.

¡Y claro que la quiero recuperar!

Pero, ¿al precio de perderlos?

Esa es la cuestión. Siempre una y la misma, a lo largo de la historia.

¿Ella o ellos?

Jesús Perdedor Lens

Estos últimos tres años, también hemos blogueado, tal día como hoy. Un día, en concreto, cayó la del pulpo, con una columna en IDEAL sobre el PP y sus ramalazos falangistas. ¡Más de sesenta comentarios!

2008

2009

2010

Y, bueno, si has tenido la paciencia de llegar hasta aquí, tienes derecho a conocer a los protagonistas del cuentito negro y criminal, talmente autobiográfico.

La perdida
Gran amiga, pero culpable de perder a la anterior
El otro gran culpable, aliado de la anterior

A fin de cuentas, como siempre he dicho, si hay que perder la salud, que sea bebiendo cerveza y jugando al baloncesto, ¿no?

😉

Espero que la bromilla, manque sea, te haya arrancado una sonrisa.