Escaqueado

No sé si te acordarás de este Microrrelato, pero al ver esta imagen no he podido evitar acordarme.

Escaqueing

Y es que cada vez más me seduce la idea de mezclar imágenes con palabras, textos con fotos, ilustraciones con esos destellos de la ficción súbita que tanto me motivan.

De ahí imágenes como ésta y como ésta otra, con Katha. Y los trabajillos con Colin. Como éste. No sé si os gustará la idea, pero a mí me fascina y por ahí vamos a seguir tirando, siempre que la creatividad, el ingenio y las musas nos acompañen.

Lens negro5

¿Vale?

Pues eso.

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Y ahí se fraguan muchas de esas ideas que luego se convierten en algo más. ¡Venga a seguirnos todos!

Conversacioncita

Estoy sentado, trabajando, en la mesa de mi despacho. De repente, al otro lado de la puerta, empiezo a oír el runrún de una conversación telefónica. A los cinco minutos, estoy más pendiente de lo que dice el sujeto a su interlocutor que de mi propio trabajo.

En un momento dado, le escucho hacer una aseveración un tanto aventurada, por lo que decido salir del despacho para hacerle ver que estoy aquí, pegado, justo al otro lado de un sencillo panel de madera.

Le importa un cojón.

El tipo sigue hablando, en alta voz y sin pudor alguno. No le conozco. No es un compañero de mi empresa. Pero ahí está, en el pasillo, hablando sin parar.

 el móvil

Pasa media hora. Todavía no ha callado. Maldiciendo los avances hechos por la telefonía móvil en materia de duración de batería, decido que es hora de mear, aprovechando que aún es gratis.

Me pongo la chaqueta, abro violentamente la puerta del despacho y, al salir, lo miro fijamente. Él desvía la mirada hacia el suelo y sigue dándole al pico. “El dinerito… la barrita… la consecuencia… el trabajito…”. Se trata de uno de esos individuos que infestan su conversación con diminutivos, a diestro y siniestro.

Vuelvo hacia mi despacho caminando despacio, muy despacio. Trato de cruzar mi mirada con la suya. Imposible. Parece uno de esos camareros que, aun con el bar completamente vacío, te ignoran soberanamente, como si fueras transparente. E invisible.

Al entrar en mi cubículo, pego tal portazo que tiembla el misterio. Se la suda. De hecho, creo que ahora habla incluso más alto. Y ahí sigue. Como un conejito al que le hubieran puesto una versión mejorada de pilas Duracell.

Y que, además, se hubiera tomado tres anfetas.

Pincho a Erik Truffaz y le meto volumen.

Y pienso en lo que alguna gente podría -y debería- hacer con el telefonito. Y su culito. Insistiendo con los diminutivos.

 Móvil

Jesús Lens asqueado.

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Bus Stop

Lo primero que escuchaba cada día eran sus críticas, ácidas y vitriólicas, por lo mucho que tardaba el autobús. Que si menuda vergüenza, que si así iba España, que si era inadmisible…

 

 Paradójicamente, ayer por la mañana, el autobús llegó justo a tiempo.

 

 Él se encontraba de espaldas, gesticulando y haciendo aspavientos, como solía. Sobre el asfalto y fuera de la marquesina.

  

El conductor no se dio cuenta.

  

Yo tampoco le advertí.

  

Y esta mañana, por fin, pude hablar de fútbol con los demás viajeros, como la gente normal, mientras esperábamos la llegada del autobús. Que volvía a demorarse. Otra vez.

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Jesús Lens. Esperando (y desesperando)

En Twitter: @Jesus_Lens

Tenía que ser un trabajo discreto

Lo más difícil, en mi profesión, no es tanto matar cuanto encontrar el lugar, el momento y las circunstancias más apropiadas para hacerlo.

Y aquel trabajo se presentaba complicado.

Su domicilio estaba más blindado que el búnker de Hitler y su oficina, en el piso más alto de un rascacielos, resultaría inaccesible hasta para el Tom Cruise protagonista de “Misión Imposible”.

Lo peor era, sin embargo, que fuera de casa y al salir de la oficina, el objetivo siempre estaba rodeado de gente.

En los restaurantes. En el gimnasio y en la sauna. En la piscina. En la pista de squash. –“¿No se podría haber pasado al running, como el resto de pringados convencidos de que el exceso de sudor ahuyenta a la edad y espanta a la muerte?” –pensaba para mis adentros, maldiciendo mi suerte.

Y, por la noche, en las escasas ocasiones en que salía, tenía pase VIP para los clubes más selectos de la ciudad, en los que le trataban como a una estrella. Por no hablar del palco del estadio de fútbol…

– Si algo nos ha demostrado la historia es que se puede matar a cualquiera.

Más o menos eso era lo que sostenía Albert Neri, el lugarteniente y sicario de Michael Corleone en “El Padrino”.

Sin embargo y por primera vez en mi carrera, empezaba a pensar que era imposible matar a aquel tipo. Al menos, matarle de forma discreta, como era mi especialidad. Lo que se esperaba de mí. Por lo que me pagaban auténticas fortunas.

Más allá de lo profesional, matar a aquel tipo se convirtió en una obsesión. ¿Dónde podría pillar al sujeto, solo? A la iglesia, por supuesto, no iba. Y no debía tener carné de conducir, ya que siempre le traían y llevaban en coche, fuera su chófer o, rara vez, un taxista de confianza.

Tampoco iba de putas. Jamás. ¡Si ni siquiera tenía una maldita amante que le hiciera bajar la guardia!

Era de noche. Insomne y desvelado por la ansiedad y la frustración, estaba tumbado en el sofá de casa, viendo un reportaje sobre la crisis y los efectos del incremento del IVA a los productos culturales. Y fue escuchando los lamentos de los creadores y sus críticas a Montoro, Wert y Rajoy cuando se me encendió la lucecita. ¡Claro que sí, joder! ¡Ya lo tenía!

¿Cómo había podido estar tan lento de reflejos?

Una para la sala tres.

– ¿Para “Elisyum”, en edición digital, a las 17 horas?

– Sí señorita.

– Nueve euros y medio.

– Una. He pedido solo una entrada.

– Sí señor. Una entrada para “Elisyum”, en edición digital, a las 17 horas. ¿Es correcto?

– Correcto.

– Nueve euros y medio.

De vuelta en mi coche, mientras me limpiaba de sangre y desinfectaba la navaja, pensaba en la sorpresa que se llevaría su chófer cuando fuera a buscarle, preocupado por su tardanza, y se encontrara el fiambre que le había dejado en la fila 13 asiento 24 del inmenso y desierto patio de butacas de aquel cine. Porque dudo que ni siquiera la gente de limpieza se molestara en entrar a la sala, entre una sesión y otra.

Por supuesto, estaba contento por haber podido solucionar aquella difícil papeleta, pero también sentía una cierta desazón: al terminar un trabajo, siempre me tomaba unos días para reflexionar sobre el mismo, analizarlo concienzudamente y sacar enseñanzas para próximos encargos. En aquella ocasión, sin embargo, sabía que dicho ejercicio sería absurdo, ocioso y gratuito. ¡A ver dónde iba a encontrar en el futuro a otro lila que pagara diez pavos por ver una película en el cine; refrescos y palomitas aparte!

Menos mal que, al menos en aquel caso, además de haber visto casi entera la aventura galáctica de Matt Damon, podría facturar a mi cliente el precio de la entrada.

Que manda huevos, diez euros y la sala vacía…

Jesús Lens

En Twitter: @Jesus_Lens

 

Has olvidado que…

No era demasiado alto. Ni demasiado bajo. Ni muy guapo ni muy feo. Era desgarbado, peinaba canas en la barba, pero tampoco era excesivamente mayor. Ni destartalado.

Llegó antes de tiempo a la casa de su hermano. Entró en la cocina. Su cuñada estaba preparando uno de esos potajes que, en verano, parecen desentonar. Sin embargo, tras semanas y semanas de gazpachos y otras sopas frías; pescados a la plancha, filetes con patatas y fruta, mucha fruta; el olor de aquel guiso, denso y espeso, le estaba haciendo la boca agua.

Estaban hablando de esto y de aquello cuando sonó el teléfono. El fijo. Como su hermano había bajado a comprar el pan, fue su cuñada la que salió al salón a contestar:

– Dale un par de vueltas a la cazuela, por favor, que si no, la salsa se espesa más de la cuenta, ¿vale?

El hombre no lo puedo evitar. Aquello olía escandalosamente bien. Aprovechando que ella parloteaba en la habitación de al lado, cogió la cuchara de madera. Empezó por probar la salsa y, de inmediato, se llevó una tajada de carne a la boca, soplando desesperadamente para no quemarse… ni ser pillado con las manos en la masa.

Nada más volver a la cocina, sin siquiera mirar a la hornilla, su cuñada le espetó, con un deje irónico:

– ¿Qué? ¿Está bien de sal?

Él protestó diciendo que no sabía qué quería decir. Que solo le había dado a la olla el par de vueltas que le había pedido. Que ni siquiera lo había probado.

– Has olvidado que llevas barba…

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NOTA.- Esta breve narración es la actualización de una historia tradicional que se cuenta en Benín, donde la frase “Has olvidado que llevas barba” forma parte del acervo cultural de la población y tiene un sentido que todo el mundo comprende.

– Has olvidado que llevas barba…

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