La Posada de Procusto

Me ocurrió hace ya muchos años, en uno de mis primeros viajes por la zona de Ática. Entones yo era joven y viajaba a mi aire, con el macuto a cuestas (el revolucionario invento de la maleta con ruedas todavía no se le había ocurrido a nadie).

Se me hizo tarde. Caía la noche. Estaba en mitad de ningún sitio, en un camino solitario. Me había hecho el cuerpo a pasar la noche en mi saco de dormir, durmiendo bajo un árbol, cuando la suerte hizo que una posada apareciera al dar una curva.

La mala suerte, quiero decir.

Porque, en realidad, no abrigaba intención de entrar en la posada, pero su dueño, un tal Procusto, sonriendo abiertamente, me invitó a compartir con él aunque fuera un vaso de vino y a hablar un rato de mis aventuras viajeras.

Cuando traspasé las puertas de la fonda, me sorprendí al encontrarla vacía. Dándome pena el posadero -a la vista estaba que pasaba una mala racha- no tardé en ponerme de acuerdo con él en el precio de la habitación y, tras tomar un guiso de carne, algo correosa pero ciertamente sabrosa, subí a mi habitación.

Reconozco que, ante la insistencia de Procusto en que me apurara el plato, aproveché que fue en busca del postre para darle la mitad a un enorme perrazo negro que andaba por la estancia, moviendo la cola y salivando abundantemente. Y es que a mediodía me había cruzado con un amable pastor y habíamos estado compartiendo buen vino y mejores y abundantes viandas, quedando ahíto. Además, estaba demasiado cansado, tras haber caminado todo el día, por lo que me aseé rápidamente y me acosté, no tardando en quedarme dormido.

Fue un ronquido lo que terminó de despertarme. Un ronquido propio, quiero decir. Y es que yo solo ronco cuando duermo bocarriba. Pero nunca duermo bocarriba. De hecho, recordaba perfectamente haberme puesto de costado al acostarme: como ocurría habitualmente en mis viajes, la cama me quedaba pequeña así que, de lado, solía encoger las rodillas para ponerme en posición fetal, la que mejor me permitía descansar.

El caso es que, antes de escuchar el ronquido, creí notar que alguien me movía y zarandeaba, pero mi mente estaba pesada y espesa y lo achaqué a un sueño demasiado vívido. Pero no. No era un sueño. Al despertar comprobé que, efectivamente, estaba bocarriba. Y que tenía las manos atadas al cabecero de la cama, percatándome con espanto y horror de que el posadero trataba de hacer lo mismo con mis pies.

Aunque torpemente, conseguí dar una certera patada en la cabeza a Procusto, con la buena fortuna de hacerle perder el equilibro y de que cayera hacia atrás, precipitándose al vacío a través de la ventana de mi habitación. Quedó desnucado sobre el patio de su posada, con el cuerpo desmadejado, como si fuera un muñeco de trapo, con un hilillo de sangre goteando de la nariz y deslizándose hasta el suelo.

Después del amanecer, mis gritos atrajeron a un viajero. Por fin. Desconfiado, el hombre no me liberó y se limitó a llamar a la gendarmería. No se lo reprocho, aunque me viera obligado a pasar otro par de horas atado a la cama, esperando a que los agentes terminaran de desayunar.

Un desayuno que poco les aguantó en las tripas, la verdad sea dicha: en cuanto comprobaron que Procusto, además de las esposas con las que había tratado de inmovilizarme, había subido a mi cuarto un hacha y una sierra, se dieron cuenta de que allí pasaba algo ciertamente extraño. Y lo comprobaron en cuanto excavaron la tierra revuelta que había en una zona del jardín y comenzaron a aparecer decenas de piernas cortadas, en diferente grado de descomposición.

Pero lo peor fue cuando, excavando en un huerto cercano, la policía encontró más restos humanos. En este caso, eran cuerpos enteros. Los cuerpos de personas estirazadas hasta quedar completamente descoyuntadas.

Los forenses no tardaron en hallar el extraño patrón por el que se regían las pulsiones homicidas de Procusto: el tamaño de la cama. Todo aquel más pequeño que la única cama que en realidad había en la posada, era estirado sin piedad, hasta que su cuerpo encajaba perfectamente en sus dimensiones. De la misma manera, a los que eran más altos, como ocurría en mi caso, Procusto les cortaba las extremidades inferiores, a la altura que les permitiera dormir el sueño de los justos… dentro de los límites marcados por la siniestra cama.

Lo más curioso es que, hechas las comprobaciones pertinentes, ni el mismo Procusto encajaba en su propio lecho.

Así, no es de extrañar que, una vez enterrado, alguien profanara el cadáver de Procusto y lo dejara expuesto sobre su tumba, con los pies seccionados y la cabeza separada del tronco. Un alguien que, arrepentido de haber confiado en un puñado de buenas palabras y en una sonrisa piadosa, siguió su camino dispuesto a no tropezar dos veces con la misma piedra, acompañado por un descomunal perro que arrastraba penosamente su negra figura, como si estuviera bajo los efectos de una interminable resaca.

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Sobras

– ¡Las sobras! ¡Yo le pedí que me diera las sobras! Las sobras del solomillo, para que se las comiera mi  perro… -sostenía el pobre hombre, mientras sangraba profusamente por las numerosas heridas causadas por la paliza que le dio el maitre del restaurante, indignado al pensar que le estaba exigiendo un soborno.

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Un trabajo sencillo

Debía ser un trabajo sencillo, limpio y discreto. Y, sin embargo, le costó.

El objetivo no hacía más que cambiar de rutinas. ¡Y mira que le habían dicho que no! Le aseguraron que era animal de costumbres y que, además, subía al Twitter y Facebook todo lo que hacía. –“Hasta cuando va a mear” -le aseguraron.

Como el fulano no parecía ser muy selectivo a la hora de admitir contactos en Redes Sociales, antes de empezar a observarlo en persona, lo siguió en el Twitter, para empezar a conocer su vida. ¡Hasta amigos del Facebook, se hicieron, sin la mayor dificultad!

Y sí. Era verdad que siempre salía de casa a primera hora de la mañana, para ir al trabajo. Pero unos días iba por un camino y otros, por el contrario. Sin patrón alguno. Al menos, sin patrón predecible: asomaba por el portal y, a veces seguía recto por la Avenida, a veces trochaba por las callejuelas del barrio, aunque diera más vuelta y, en ocasiones, hasta le recogían en coche.

Lo de la salida del trabajo era otro cantar: no había hora fija. Y, encima, su oficina estaba en uno de esos edificios blindados, vigilados y protegidos. Que no es que él no hubiera podido burlar todas esas medidas de seguridad, de habérselo propuesto. Pero no quería hacerlo. Ni era eso lo que se esperaba de él.

Recuerda: un trabajo sencillo, limpio y discreto.

Cuando empezó a seguirle, ya en persona, a punto estuvo de estrangularle tres o cuatro veces. Pero por cabreo, ira y frustración. Se había confiado tanto, viendo lo concreto y detallado de su vida virtual, que le desconcertó su manera de actuar y conducirse por el mundo.

Cuando escribía en el Twitter que iba al cine, resulta que ya había salido de la película. Y si ponía en el Facebook una foto de una Cerveza Alhambra, algo por lo que sentía predilección, la imagen podía ser perfectamente antigua y de tiempo atrás, que el tío tenía un álbum inagotable de fotos del birras, en los lugares y las compañías más insospechadas. ¡Hasta enfermiza podría parecer la costumbre de marras, si no fuera porque esa cerveza estaba, de verdad, endemoniadamente buena!

Anunció un fin de semana que se iba a las Alpujarras y apareció por Salobreña, cambiando las morcillas por el taco de atún de El Trasmallo. Proclama un día a los cuatro vientos que se queda en casa leyendo y se le ve por Servilla, en la exposición de Ai Weiwei. O dice que va a jugar al baloncesto y se embarra en el Alegría.

Y sin embargo, fue en el propio Facebook donde encontró su particular talón de Aquiles. Con su afición a correr. El muy payaso se ponía un reloj de esos que conecta con satélite y que detalla cada metro de su recorrido, grabándolo. Y, claro, como ocurre con todos esos corredores mediocres y de pacotilla; apenas acababa su entrenamiento, lo proclamaba a los cuatro vientos, contándoselo al mundo entero. ¡Como si a nadie le importara un carajo!

Pero él estaba contento. ¡Por fin lo había pillado! Porque buena parte del camino que hacía, era por un bosque solitario. Sobre todo, a mediodía, que era cuando el muy tarado solía trotar, aun en lo más crudo de la canícula veraniega.

Pero el muy cabrón, de repente, ¡empezó a cambiar sus rutas! Como si hubiera sospechado algo, en vez de seguir haciendo sus diez kilómetros por la margen derecha del río Genil, le dio por subir a la Alhambra unos días, tirando por el camino del Cementerio (ahí le quería ver); y otros, bajaba hacia la Puleva para volver a su casa por el Carril Bici. Impredecible. Lo mismo hacía 11 kilómetros a ritmo vivo que se le iba la pinza y se metía 20, entre pecho y espalda, al trote cochinero. El muy gilipollas había empezado a entrenar para una Maratón y tenía que cambiar las rutinas. ¡Malditos enfermos!

Y él, desde luego, no estaba ya para esos trotes, para tratar de seguirlo en sus correrías y despeñarlo por algún balate, una tarde cualquiera.

Fue un miércoles de madrugada, sin embargo, cuando su Cuate se alarmó al ver que cabeceaba en el coche, al llevarlo a su casa. ¡Él, que raramente se dormía cuando iba de copiloto!

– ¿Qué te pasa, tonto pollas? ¡Despierta, coño, que no tardamos ni tres minutos en llegar!

Pero la espumilla blanca que le caía por la comisura de los labios y los ojos abiertos como platos, la mirada perdida en ningún sitio, llevaron a Pepe a la conclusión de que no. De que ya no habría más Embarrados en el Brasilia con su Cuate. Ni más miércoles de jazz, en el Magic, la única, inalterable e inmutable costumbre que Jesús tenía y de la que no se había desprendido desde que, en 2012, se hiciera miembro de la asociación cultural Ool Ya Koo Jazz Granada.

Al menos, no me seguirá ganando en la Fantasy de la NBA Plus – fue lo último que pensó…

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A ver, los 15 de febrero de 2008, 2009, 2010, 2011 y 2012.

Relato de Basura-Ficción

Aquella noche, al ir a tirar la basura, el corrupto cobró conciencia de sí mismo y decidió introducirse en el contenedor, confiando en que el camión lo depositaría en la planta de reciclaje, en vez de verterlo directamente al incinerador, que es donde, en justicia, debería haber terminado.

¿Dejaría alguien el colchón, esperando que el relato se hiciera verdad y el corrupto esperara más cómodamente el final de la huelga de basura en Granada, para cumplir con su destino?
¿Dejaría alguien el colchón, esperando que el relato se hiciera verdad y el corrupto esperara más cómodamente el final de la huelga de basura en Granada, para cumplir con su destino?

Jesús Lens

Los 20 de enero de 2009, 2010, 2011 y 2012 eso fue lo que blogueamos…