Quizá sea más llamativa, para espectadores extranjeros, una película titulada “El irlandés” que una que se llamara “El guarda”. O “El poli”. O “El guindilla”. O “El picoleto”. Porque el original de la delirante comedia negra dirigida y escrita por John Michael McDonagh hace referencia a la profesión del protagonista total y absoluto de un filme que podrá gustarte o enervarte, pero que no te dejará indiferente.
Sin embargo, para los extranjeros, una película titulada “El irlandés” tiene resonancias míticas a ese país fascinante, único y delicioso, la Verde Erín, poblada por solo aparentemente ariscos hombres de barba blanca que hablan gaélico y beben cerveza negra hasta derrumbarse de sus taburetes, en la barra del pub. ¡Nos gusta Irlanda y nos gustan los irlandeses! Nos gustan su cultura y sus mitos; su Guinness, su música celta y sus poderosos, grasos y calóricos desayunos. Nos encantan su independencia y su mirada única, iconoclasta y diferente. Su cultura de la resistencia. Aunque, como dice el protagonista en un momento de la película, el gran problema de los irlandeses es su incapacidad para olvidar.
Por eso, si encontramos en cartelera una película titulada “El irlandés”, nos lanzamos de cabeza a verla, sobre todo, al saber que está interpretada por Brendan Gleeson como el policía a que hace referencia el título y por Don Cheadle, que encarna a un miembro del FBI desplazado al condado de Connemara para tratar de detener a un grupo de peligrosos, letales, filosóficos e inefables narcotraficantes. ¡Esas buddy movies de compañeros radicalmente diferentes entre sí y aparentemente imposibilitados para soportarse, pero que, después…!
Me gusta el humor bestia. El humor negro. El humor ácido, corrosivo y sarcástico. El humor efervescente. Como la cal viva echada en agua. Por eso, el arranque de la película me parece magistral, marcando el ritmo y el tono de la cinta al mostrar el trompazo que se meten unos chavales que conducen borrachos y a toda leche por una carretera secundaria y, sobre todo, al recrearse en la imperturbable reacción de Gleeson, haciendo de la necesidad virtud y robando las drogas de los cuerpos, aun calientes y sangrantes, de los finados.
Imagino que habrá almas sensibles y mentes bienpensantes que, una secuencia como ésa, le parecerá grotesca, bochornosa y lamentable. En ese caso, que no vean “El irlandés”. Porque, como esa, muchas más. Y peores. Es decir, mucho mejores.
La trama y la resolución del caso, que comienza con lo que podría parecer el crimen ejecutado por un asesino serial; son lo de menos. De hecho, la decepción que provoca el hombre del FBI en sus interlocutores cada vez que señala que pertenece a narcóticos en vez de a la unidad de ciencias del comportamiento, es buena muestra del tono paródico y humorístico que impregna toda la cinta.
Una cinta dominada de principio a fin por la inmensa humanidad de Gleeson, uno de esos personajes bigger than life, vividor, drogadicto, putero, borracho, comilón, voraz lector con criterio, cinéfilo, experto nadador y un policía como los de antes, con olfato, visión y sentido común. Un poli incorruptible e inasequible al desaliento.
Un tocapelotas con un sentido del humor a prueba de bombas y portador de una dignidad y una profesionalidad más propia de los cowboys del Oeste que de los polis del siglo XXI. ¡Y ándale al son de la música de Caléxico!
Valoración: 8
Lo mejor: la despedida entre Gleeson y su madre. Porque la poesía también se puede encontrar en mitad del cenagal.
Lo peor: teniendo en cuenta que la sala estaba medio llena y que el boca-oreja la hará triunfar, lo peor sería que la retiraran demasiado rápido de las salas de cine. Por si acaso, ya tardas en verla.
Jesús Lens