Estoy convencido de que una de las causas de la crisis que nos azota es la cantidad de tiempo, esfuerzo y dinero que invertimos en hablar, estudiar y discutir sobre ciertas cretinadas. Como la de la depresión postvacacional, sin ir más lejos.
Hoy, tener trabajo, es un lujo y un privilegio, por lo que decir en voz alta que uno siente desazón por volver al trabajo puede resultar molesto, inadecuado y hasta ofensivo. Eso es cierto. Pero no lo es menos que odiamos que se terminen las vacaciones y por eso, cuando llegan estas fechas, lo normal es ver caras largas y sentir un cierto tufo a mal humor en la gente que nos rodea.
Digámoslo claro: si has disfrutado de unas buenas vacaciones, al volver, estarás de mala leche. Y punto. Llámalo depresión, síndrome o estrés. Te va a dar igual. Y si no tienes los síntomas es porque tus vacaciones habrán sido decepcionantes, más allá de haber hecho caso a los consejos de los expertos del ramo.
Otro tópico: venir descansado de las vacaciones. ¿Cómo? ¿Descansado? ¡Descansado de qué! Salvo que tu trabajo diario implique un desgaste físico importante, venir descansado de las vacaciones es una contradicción. Con la vida tan sedentaria que llevamos la mayoría, unas buenas vacaciones deberían implicar acción, movimiento, actividad física, trasiego y, por tanto, cansancio. Porque un cuerpo fundido es uno de los mejores medios para conseguir una mente ágil, rápida, atenta y despejada.
Con lo que llegamos a la célebre desconexión. ¿Hay que desconectar, en vacaciones? Pues depende. Si desconectar es sinónimo de cambiar los hábitos y las rutinas, de alejarnos de los quebraderos de cabeza diarios; indudablemente sí. Ahora bien, si por desconectar entendemos dimitir de nosotros mismos y cesar en las funciones cerebrales mínimas; no tanto. No comprendo a la gente que, en vacaciones, rebaja y relaja hasta lo indecible sus estándares de decoro y dignidad.
¿Por qué sirve el verano como coartada para hacer cosas que, en cualquier otra época del año, ni se nos pasarían por la cabeza? Concedamos que el calor nos legitima para vestir bermudas y sandalias. Pero de ahí a hacer determinadas sandeces debería mediar un abismo. Sobre esto, curiosamente, no he leído estudio alguno…
Es un hecho. Agosto termina y llega septiembre. Vuelven los problemas, las necesidades, las angustias, las prisas y las presiones. La verdad es que nunca se fueron, pero el calor parecía mantenerlas aplacadas, distantes y alejadas. Ya no hay excusas. Los quioscos se han llenado de coleccionables, ha comenzado el Festival de Cine de Venecia, llega el Eurobásket y de las vacaciones solo queda un álbum de fotos en el Facebook.
Eso sí. ¡Qué no nos engañen! No es ningún síndrome postvacacional lo que nos angustia, nos quita el sueño y nos provoca ansiedad. Es, por desgracia, la realidad misma, la que nos da miedo. Mucho miedo.
Jesús Lens
En Twitter: @Jesus_Lens