La inocentada era el 2020

Le acabo de meter mano a las montañas de recortes de periódicos que tenía pendientes de revisar. La voracidad del día a día hace que no tenga tiempo de leer según que artículos, columnas, entrevistas o reportajes que me apetece disfrutar despacio, con mimo y delectación. Los recorto, los apilo y, cuando tengo ocasión, me enfrento a ellos.

El que más gracia me ha hecho es uno que, en principio, nada tenía que ver con el humor. Era un reportaje del pasado diciembre titulado ’20 cosas de las que vas a hablar en 2020’, con trabajos prospectivos de diferentes analistas que, ejerciendo de Nostradamus de andar por casa, vaticinaban los temas que coparían nuestras conversaciones este año.

¡Angelicos! Eran como Pablo Iglesias anticipando que, en Nochebuena y tras el discurso del Rey, íbamos a hablar de la República en nuestros hogares; pero en serio. ¿Qué quieren que les diga, teniendo en cuenta que las palabras coronavirus, pandemia, confinamiento o vacuna no aparecían todavía en escena?

Aunque estemos cansados de oírlo, si algo hemos aprendido este año es que, como dicen que dijo John Lennon, la vida es lo que pasa mientras hacemos otros planes. Resulta irónico, a final de 2020, leer lo que esperábamos de él cuando asomaba su patita en el calendario. ¡Qué gran inocentada! ¡Qué pedazo de estafa, oigan!

No creo que hoy haya inocentadas en la prensa. Es una vieja costumbre que se ha ido perdiendo, acosada por las noticias falsas, la realidad surrealista en que vivimos y el auge de las publicaciones satíricas, cuyos titulares más hirientes y disparatados son susceptibles de pasar por auténticos en este loco mundo en que vivimos.

Por ejemplo, algún malintencionado podría elevar a titular algunas de las respuestas que el alcalde de Granada le daba a Quico Chirino en su entrevista de ayer y hacerlas pasar por inocentada. Lo del anillo verde o lo del proyecto de ciudad a doce años, sin ir más lejos.

Pero no está la cosa para inocentadas. Poca broma con las bromas, que siempre aparecerá un ofendidito que nos afee bromear con según qué temas. Porque, ustedes ya lo saben, hay temas demasiado serios y graves como para bromear con ellos. Por ejemplo, ¿se imaginan una bromilla con Araceli y los efectos secundarios de la vacuna como protagonista? ¡Quita, quita! Vade retro, Satanás, que para inocentada, y de las gordas, el 2020. De principio a fin.

Jesús Lens

Inocentes y falsos culpables

El Conde de Montecristo es, posiblemente, el falso culpable más famoso de la historia de la literatura. Escrita por Alejandro Dumas y Auguste Maquet (aunque este último no figura en los registros oficiales ya que Dumas le pagó una fuerte cantidad de dinero para que su nombre quedara en el olvido), la mejor novela del célebre autor francés cuenta la historia de Edmundo Dantès, un joven militar que, además de estar a punto de recibir una importante y merecida promoción, cuenta los días que restan para casarse con una bella joven catalana: Mercedes Herrera.

Feliz y dichoso, el inocente Edmundo va proclamando su buena fortuna a los cuatro vientos, despertando de esa manera los celos y las envidias de algunos a los que consideraba buenos amigos y que resultaron ser las peores personas. Tanto que, con sus malas artes, se las ingeniaron para encarcelar al héroe de la novela. Tras años de cautiverio, tiempo que aprovechó para instruirse de mano del abate Faria, consigue escapar e ir en busca de un fabuloso tesoro cuyo escondite le había confiado el clérigo. Y, a partir de ahí, la venganza…

 

El inocente acusado injustamente y el falso culpable detenido, juzgado y encarcelado por error (o por las arteras malas artes de algún enemigo) son clásicos del Noir que excitan la imaginación de lectores y espectadores de todos los tiempos. Nada indigna tanto a un apasionado lector o a un entregado cinéfilo como las conspiraciones para silenciar a una buena persona o la injusticia cometida contra un inocente que ve su vida convertida en un infierno por culpa de un malentendido o de un cruel error.

 

Un cineasta como Fritz Lang hizo de ello el leit motiv de algunas de sus películas más celebradas, como “Furia”, sin ir más lejos, con la que debutó en el cine norteamericano tras su huida de la Alemania nazi.

A su paso por una pequeña ciudad de provincias, Wilson, interpretado por Spencer Tracy, una buena persona que tiene un próspero negocio con sus hermanos y que va a casarse con una chica estupenda, es arrestado como sospechoso del secuestro de una niña. Detenido y encarcelado mientras se comprueba su coartada, una masa iracunda y furibunda de ciudadanos toma la cárcel por asalto y le prende fuego, con el preso dentro.

 

Desde el principio de “Furia”, el espectador sabe que Wilson es inocente. El suspense de la película no reside, pues, en averiguar si era o no culpable. Lo que interesa a Lang es que el espectador sufra por la injusticia cometida contra Wilson, animándole a reflexionar sobre los peligros de una masa fuera de control que no piensa por sí misma ni es capaz de razonar. Algo que, en el contexto del año 1936 en que fue filmada, tiene todo el sentido y la lógica del mundo.

 

Otro director que utilizó la figura del inocente que se ve involucrado en rocambolescas historias policíacas fue Alfred Hitchcock. Que le pregunten por ejemplo, al tranquilo músico de jazz al que dio vida Henry Fonda en “Falso culpable”, injustamente acusado de robo y cuya vida se convirtió en una pesadilla kafkiana. Basada en hechos reales, la cinta resulta angustiosa y asfixiante.

En otra de sus películas más famosas, “Con la muerte en los talones”, la confusión de identidades llega a su paroxismo, con un Cary Grant que da vida a Roger O. Thornhill, un ejecutivo publicitario que, de repente, es perseguido y acosado por una cuadrilla de espías que lo confunden con George Kaplan, un agente del gobierno norteamericano. Y es que a Hitch le encantaba convertir la anodina vida de la gente normal e inocente en un caos de emociones, persecuciones, secuestros, interrogatorios e intentos de asesinato.

En 1976, basándose en la novela del mismísimo Gabriele D’Annunzio, el cineasta italiano Luchino Visconti filmó una de las cumbres de su carrera: “El inocente”, protagonizada por un envilecido tipo de alta alcurnia que engaña a su mujer sin ningún tipo de reparo. Hasta que el engañado es él, momento en que se convierte en un monstruo devorado por los celos, capaz de las peores atrocidades.

Y es que la inocencia y la culpabilidad, a veces, son conceptos confusos. Y difusos. La película italiana “Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha” juega con ello, al contar la historia de un jefe de la policía italiana que asesina a una prostituta y que, seguro de que nadie lo culpará del delito, gracias al cargo que ocupa, deja pistas de la autoría del crimen para que sean seguidas por los investigadores.

¿Hasta qué punto ampara el poder a determinados culpables, blanqueando sus crímenes hasta dejarlos impolutos, para convertirlos en inocentes?

 

Los aficionados al Noir sabemos que la inocencia está sobrevalorada, siendo una de las cualidades humanas en mayor peligro de extinción. Y es que, parafraseando el certero título de una novela de José Javier Abasolo, “Nadie es inocente”. Ni siquiera hoy, aunque sea 28 de diciembre…

 

Jesús Lens