Oxígeno abrasador

En los últimos tiempos resulta extremadamente sencillo ser tachado de lameculos, estómago agradecido o apesebrado. De facha, rancio y franquista. De equidistante, cobarde y timorato. De corifeo, aprovechado o integrante de tramas, familias, sectas y conspiraciones. (De equidistancias escribí aquí, por ejemplo)

El único requisito para hacerse acreedor de dichos epítetos es contradecir el discurso dominante de ciertos individuos, grupos o colectivos que se creen ungidos por la mano divina, atesoradores de verdades incuestionables llamadas abrir los ojos de los pobre ignorantes que en el mundo somos. Y a cambiarnos la vida, por supuesto.

 

La tentación de creerse Dios, de estar llamado a gestas y empresas que desafían los límites de lo terrenal, ha sido una constante a lo largo de la humanidad. Y, por lo general, los resultados cosechados por estos exégetas de la humana divinidad, convencidos de su propia infalibilidad; han sido nefastos, arrostrando graves perjuicios para el común de los mortales.

Es inevitable, en ocasiones, dejarse arrastrar al fango de discusiones barriobajeras y tratar de razonar con personas que utilizan argumentos manifiestamente irracionales basados en consignas fáciles, frases hechas, rumores, opiniones personales y argumentos ad hominem, falacia consistente en dar por sentada la falsedad de una afirmación tomando como argumento quién es el emisor de ésta.

 

Pero hay que tratar de evitarlo. Por todos los medios. Porque entrarles al trapo a estas personas es hacerles el juego y el caldo gordo. Es darles el oxígeno que necesitan para seguir avivando los incendios que provocan a su paso.

A veces es difícil contenerse. Estos días, por ejemplo, un sujeto anda por las redes despreciando el premio concedido a un trabajador incansable que pasó las de Caín, en su momento, antes de que su labor fuera justamente reconocida y recompensada. El cuerpo me pide bajar al barro para defender a la persona en cuestión, buen amigo, para más inri. Pero, ¿por qué debería de hacerlo? El simple hecho de discutir con alguien supone darle carta de naturaleza y hacerlo visible y perceptible a los demás. ¿Se lo merece? ¡Por supuesto que no!

 

En estos tiempos de supuesta democratización virtual, gracias a las redes sociales, es más importante que nunca recordar a Emilio Lledó cuando decía que la libertad de expresión se degrada si solo sirve para decir tonterías. Ojito en qué discusiones invertimos nuestro tiempo y esfuerzo, no estemos aventando los incendios provocados por un Nerón chiflado.

 

Jesús Lens