El titular, no me digan que no, despierta la curiosidad e invita a seguir leyendo: “Trata de encender una chimenea con gasolina en Dúrcal y provoca un incendio en casa”. Ocurrió hace unos días y la narración del suceso que hizo José Ramón Villalba me pareció extraordinaria. (Leer AQUÍ)
Comencemos por decir que no es fácil encender un fuego. Cualquiera que haya intentado prender una barbacoa lo sabe bien. De ahí que se inventaran esas infaustas pastillas de gasolina que inevitablemente impregnan con su repugnante olor esas brasas donde, acto seguido, se van a asar las morcillas y los chorizos.
O las chimeneas. ¡Que se lo digan a los practicantes ocasionales del turismo rural! Más complicado encender un buen fuego en una casa de La Alpujarra para un turista accidental que para los tramperos de Jack London en mitad de una tempestad de nieve en el corazón de Alaska.
Así las cosas, no nos queda más remedio que simpatizar con esa señora que, ante la cacareada llegada del temporal Jorge, optó por encender la chimenea de su casa de Dúrcal con la ayuda de un chorrito de gasolina… y terminó pegándole fuego a su hogar.
Es lo que tiene el uso de material inflamable incluso con las mejores intenciones: nunca se sabe qué terminará prendiendo y a qué parte del mobiliario se le pegarán las llamas.
La reacción de nuestra protagonista, sin embargo, resultó modélica: sacó a patadas la garrafa de gasolina de su casa para evitar que se extendieran las llamas y rompió el cristal de una ventana para que entrara el aire y pudieran escapar sus dos perros. Entonces salió ella de la vivienda, que ya estaba anegada de humo, y dejó paso a los agentes de la policía local, cuya rápida intervención evitó que el fuego se extendiera por todo el inmueble.
Cuando éramos niños, nos aconsejaban no jugar con fuego si no queríamos terminar meándonos en la cama, por la noche. Una lección que, a la vista de tanto incendio, real y metafórico, no fue bien aprendida por más de uno. Y de dos.
Jesús Lens