Cuando voy con alguien por un lugar desconocido y dudamos hacia dónde tirar, siempre tengo claro cuál es el camino correcto: el que yo no tomaría. O, a sensu contrario, si van conmigo y les digo que es por allí, tengan por seguro que por allí no era y que acabaremos perdidos. O, cuando menos, despistados. Desorientados.
Para mí, perderme es lo normal. Estoy tan acostumbrado que suelo salir con tiempo suficiente para dar unas cuantas vueltas de más antes de llegar a mi destino. Y la cuestión es que no me importa. Casi, casi que lo agradezco, lo busco y lo provoco.
En este mundo hiperconectado en el que todo está señalizado, medido, dirigido y cuantificado, perderse es una acción subversiva. Sobre todo ahora que nuestros móviles tienen GPS. ¡La de gente que anda por ahí mirando a esa pantalla que hace de lazarillo! Para mí, viajar no es ir de un sitio a otro. Es sencillamente ir. Si caminas mirando al móvil para no perderte, te pierdes lo que hay a tu alrededor. ¿Tiene eso algún sentido?
Reflexionaba sobre todo ello mientras leía ‘Una guía sobre el arte de perderse’, un brillante ensayo de Rebecca Solnit publicado por Capitán Swing en el que la autora anima al lector a dejarse sorprender por lo desconocido. Habla de arte, literatura, historia y filosofía mientras desgrana vivencias propias y cuenta cosas que le han ido pasando por esa pulsión a salirse del camino trazado y avanzar por senderos ignotos.
Perderse —y no digamos ya perder— tiene mil y un significados diferentes. Para empezar, no es lo mismo perderse que estar perdido. Media un abismo entre ambas situaciones. Como tampoco es, ni parecido, perderse que ser un perdedor. ¡La de gente que, para ganar, tuvo que empezar perdiendo… y perdiéndose! “Estás muy perdido” es una de esas expresiones que, cuando te la dicen en según qué contextos, sientes ganas de responder: “Gracias”.
El verano es tiempo propicio para perderse y desaparecer. Para cambiar de aires y de horizontes. De recorridos y entornos. De rutinas. Para dejarse llevar, y no por el GPS precisamente. Las llamadas perdidas, en agosto, son otra cosa. Como los objetos perdidos y rara vez encontrados. Tiempo para perder el juicio y la vergüenza —moderadamente— y para perderse, también, de las redes. Al menos, para darles otro uso más recreativo y disfrutón. Eso sí: en beneficio de todos, tratemos de no perder la salud.
Jesús Lens