Me preguntaba Javier Márquez si la nueva película de Rupert Wyatt, “El jugador”, protagonizada por Mark Wahlberg, es una nueva versión de ese otro “El jugador” que interpretara James Caan en los años 70. Al principio no caía. Después sí. ¡Ese glorioso Caan post-Padrino, que también participó en “Los aristócratas del crimen” y “Ladrón”! James Caan, un actor con carisma, con fuerza, con presencia…
Efectivamente, estamos ante una nueva versión de aquella historia: un profesor de literatura, adicto al juego, que se va sumergiendo en un espiral descendente cada vez más peligrosa.
Desde que Dostoievski escribiera aquella joyita titulada como las dos películas comentadas, en la que diseccionaba su adicción a los casinos, el vicio del juego empezó a ser considerado como una de las Bellas Artes y, así, en aquellos años 70 en los que parecía que todo podía cambiar, Karel Reisz trabajó en un documental destinado a analizar las causas y las consecuencias de la ludopatía. El proyecto, finalmente, derivó en una película de ficción que mostraba a Caan convertido en un potencial suicida para quién el juego y las mafias de los prestamistas ejercían el mismo efecto que un revólver en las manos de un practicante de la ruleta rusa.
Y así llegamos a este 2015, a esta nueva vuelta de tuerca a una historia muy interesante en la que Mark Wahlberg interpreta a ese profesor de literatura hiperactivo que, fuera de las aulas, le da al naipe. La primera secuencia de juego es confusa. O a mí me pilló despistado. No se trata de póker, que más o menos todos sabemos cómo va. A lo que juega el profe es al Blackjack, popularmente conocido como 21.
El guionista, en ningún momento explica cómo va eso del 21 y aún no tengo claro si es porque piensa que el Blackjack es universalmente conocido o porque considera que en realidad da lo mismo, dado que el protagonista no juega. El protagonista, pierde. Sistemática y metódicamente, como en la novela de Santiago Gamboa.
Y así, al perder, el profesor se las tiene que ir viendo con prestamistas y usureros cada vez más peligrosos. Eso sí: muy democráticamente, empieza debiéndole pasta a un coreano, continúa poniéndose en las garras de un afroamericano y, finalmente, se las ve con un Gran Blanco, interpretado por el cada vez más desmesurado y elefantiásico John Goodman.
Y en este viaje al corazón de las tinieblas, el profesor habla. Y habla. Y habla. Habla sin parar. ¿Hablaba Caan ni la mitad que Wahlberg, en la anterior versión de “El jugador”? Lo dudo. Lo dudo mucho. Porque la historia quiere ser, esencialmente, existencialista. El mensaje es que hay que perderlo todo para estar en condiciones de volver a empezar. Lo que, sinceramente, no debiera haber requerido de tanta verborrea.
Porque los ambientes, los altos y los bajos, están muy bien conseguidos. Los secundarios vienen revestidos de una atractiva pátina de inquietud y desasosiego; enseñándonos lo importante que es, en la vida, alcanzar una posición de poder que te permita decirle, a todo y a todos, “¡que te jodan!”. ¡Y ese Omar Little, reconvertido para la ocasión en un prestamista con ínfulas lectoras, pero con una mala leche a prueba de poesía y de filosofía, cuando se trata de cobrar!
Vale. Todo eso está bien. Incluso el tenista y el baloncestista tienen su pase, aunque la secuencia del partido de básket me pareció excesivamente explicativa, sobre todo, en contraste con el silencio sobre el Blackjack.
Pero el profesor habla mucho. Demasiado. Y, personalmente, se me hace algo cansina tanta verbalización de su angustia vital y de su necesidad compulsiva de perderlo todo.
Por momentos, a mí me hizo perder la paciencia.
Jesús Lens