El Sur Profundo y sus encrucijadas Noir

Cada vez que paso por un cruce de caminos, no puedo evitar mirar alrededor, a ver si se me aparece. Al Diablo, me refiero.

Porque, si hacemos caso a la leyenda, fue en una encrucijada de Mississippi donde el músico Robert Johnson le vendió su alma a Satanás, a cambio de convertirse en el mejor guitarrista del mundo. En concreto, aquel cruce de caminos está fijado entre las carreteras 61 y 49, en el término municipal de Clarksdale, y es uno de los lugares de culto y peregrinación de los amantes del blues… y del terror.

 

Más allá de la leyenda, lo que sí está documentado, históricamente, es que el mencionado Johnson murió en otro de esos míticos cruces de caminos, a los 27 años de edad. Fue el 16 de agosto de 1938, en un crossroad cercano a Greenwood, Mississippi. Y, con su muerte, Johnson inauguró el tan famoso como siniestro Club de los 27 al que pertenecen nada menos que Brian Jones, Jim Morrisson, Janis Joplin, Jimmi Hendrix, Kurt Cobain o Amy Winehouse.

 

Aunque existen hasta tres lápidas con su nombre, lo más seguro es que Johnson fuera enterrado bajo un árbol, al borde del camino. Que ya lo dejó escrito en “Yo y el Diablo”, una de sus canciones más conocidas: “Enterrad mi cuerpo junto a la carretera, para que mi viejo y malvado espíritu pueda subirse a un autobús de la Greyhound y viajar”.

¿Murió tan joven, Johnson, porque el Diablo se cobró pronto su deuda? Es posible. Pero, en ese caso, Satanás adoptó la personalidad de un marido burlado que decidió vengarse del bluesman, envenenando con estricnina su comida.

 

Desde aquel lejano 1938, la leyenda de Johnson no ha hecho sino crecer. Las pocas grabaciones que quedan de su música y el hallazgo casual de alguna foto perdida del músico ha engrandecido una historia que, además, ha inspirado a novelistas, cineastas y dibujantes de diferentes épocas, países y culturas.

El ejemplo más reciente es el cómic “Avery’s Blues”, escrito por Angux e ilustrado por Núria Tamarit. Editado por la editorial Dibbuk, el tebeo es finalista al Premio del Salón del Cómic de Barcelona, que se fallará a final de mes, y cuenta la historia de Avery, un joven músico que quiere convertirse en el mejor bluesman de todos los tiempos. Un tipo duro que fuma, bebe, roba y se mete en broncas y peleas, lo que no le permite estar en una situación especialmente ventajosa a la hora de vender su alma al Diablo, cuando se le aparezca en un cruce de caminos.

Digamos que el Diablo sabe que, con esa vida, el alma de Avery no tardará en ser suya. Por méritos propios y sin necesidad de pacto alguno. Pero, como el músico le cae bien, Lucifer le hace una propuesta: que busque a un alma pura y se la entregue en otro cruce de caminos, unas semanas después. En ese caso, sí: convertirá a Avery en el mejor músico del mundo. Y ahí es donde el pequeño Johnny hace su entrada en escena…

 

El tebeo, mitad historia de intriga, mitad narración de viajes, pone el acento en la necesidad compulsiva del protagonista de dejar un recuerdo permanente de su paso por el mundo, una huella indeleble que ningún amante del blues olvidará jamás. La vida eterna, a través de su consagración como músico excepcional. Llegados a este punto, la pregunta es obligatoria: ¿se cobra Satanás su deuda con los músicos que le venden su alma, siempre, cuando cumplen los 27 años de edad?

El mito de Robert Johnson está también en el origen de una novela excelente cuya versión cinematográfica es una de mis películas favoritas de todos los tiempos: “El corazón del Ángel”. Escrita por William Hjortsberg, la novela es una extraordinaria mixtura de cine negro y terrorífico, pespunteado por un blues demoníaco y abisal que Alan Parker adaptó con una fuerza arrolladora; con un Mickey Rourke que todavía aspiraba a suceder a Marlon Brando, un Robert De Niro maravillosamente pasado de vueltas y una abrasadora Lisa Bonet cuya actuación en la película supuso su traumática ruptura con Bill Cosby y su célebre serie de humor tan blandito como bienintencionado.

“El corazón del Ángel” es una película de culto que, casi treinta años después de haber sido filmada, sigue impresionando notablemente. El viaje de Harry Ángel desde una opresiva y gélida Nueva York (la secuencia de Coney Island en invierno es memorable) al Delta del Mississippi, sus encuentros con la echadora de cartas y con la preciosa bruja practicante de vudú se convierte en un apasionante descenso a los infiernos del que Robert De Niro es un testigo de excepción.

Hay quien considera que la película ha envejecido mal y que sus efectos especiales ya no impresionan como antes. A esta gente hay que recordarle que no son las películas las que envejecen, sino el espectador. Y su mirada.

Por “El corazón del Ángel” no pasan los años y, cuantas más veces la veo, más ganas tengo de viajar a ese Mississippi que, si hacemos caso a lo que nos contaba la serie “True Detective”, sigue siendo un lugar turbio, oscuro y misterioso.

 

Jesús Lens

Islandia, caldera del Noir más helado

Ha querido la casualidad (o no) que el pasado fin de semana, tormentoso, gélido y desapacible, me sorprendiera leyendo una novela islandesa y viendo una extraordinaria serie de la misma nacionalidad: “Mentiras” y “Atrapados”, respectivamente.

Era un lugar común decir que en Islandia no se escribía novela negra dado el bajísimo índice de delincuencia existente en un país sin apenas crímenes ni asesinatos. De hecho, hace unas semanas, la periodista Inés Gallastegui publicaba en estas páginas un extraordinario reportaje: “Sangre en el hielo”, sobre el asesinato de una joven que ha conmocionado a Islandia, el país más pacífico del mundo, de acuerdo con el Instituto para la Economía y la Paz.

Pero, ¿es necesario que un país sea violento y tenga un alto nivel de criminalidad para que sus escritores y cineastas fabulen con el noir como género? ¡Por supuesto que no! Ahí tenemos, por ejemplo, al célebre Arnaldur Indriðason, nacido en Reikiavik en 1961, para cargarse todos los tópicos al uso, escribiendo un noir islandés con personalidad propia, muy original y diferente a la escuela nórdica habitual, aunque entre sus influencias se encuentren la mítica pareja sueca Maj Sjöwall y Per Wahlöö.

El protagonista de Arnaldur Indriðason está divorciado, cierto es. Y tiene tendencia a la depresión y a la misantropía. Su obsesión es la desaparición de su hermano, cuando era niño. De ahí que le conceda gran importancia al pasado, clave en la resolución de buena parte de sus tramas. Y es que, como señala en ganador del premio RBA de Novela Negra, “nunca nos libramos del pasado: la culpa es una fuerza muy poderosa que erosiona como pocas cosas en la vida”.

 

El éxito internacional del comisario Erlendur Sveinsson, protagonista de hasta trece novelas de Indriðason, ha abierto las puertas a otros autores de género negro como Arni Thorarinsson o Yrsa Sigurdardóttir. En el caso esta última, su forma de entender el género negro se ve trufado con lo fantástico y lo terrorífico, algo propio de reconocidos autores como John Connolly… y que no debería de extrañar en escritores provenientes de una cultura que concede enorme importancia a sagas y mitos milenarios.

 

La colección Roja y Negra acaba de publicar en España “Mentiras”, una novela de Yrsa Sigurdardóttir que nos cuenta tres historias independientes entre sí y muy concentradas en el tiempo, al transcurrir en apenas una semana. Tres historias que, al final, estarán relacionadas.

Por un lado, una familia regresa a Reikiavik después de haber pasado sus vacaciones en Estados Unidos, gracias a un intercambio de casas con un matrimonio de Washington. Llegan cansados, abren la puerta, entran al salón… y hay cosas que no están como debieran, arrepintiéndose inmediatamente de haber franqueado el paso a su hogar a unos desconocidos.

 

Tenemos a Nina, una agente de policía que pasa por un momento profesional muy complicado y cuyo marido ha sufrido un grave accidente. Y los que abren la novela: Heida, Helgi, Ívar y Toti, una mujer y tres hombres a los que un helicóptero ha depositado en un islote remoto de la costa islandesa, para que reparen un faro. El islote es tan pequeño que, en realidad, resulta imposible que los unos pierdan de vista a los otros. De hecho, apenas caben los cuatro, dentro del faro. Lo malo es que el tiempo empeora. Y, cuando en Islandia dice de hacer mal tiempo…

Las tres historias avanzan en paralelo, aunque saltando en el tiempo. Pero la acción, concentrada en menos de una semana, condiciona las vidas de todos los personajes. Porque empiezan a ocurrir cosas extrañas, tanto en el islote como en las casas de Reikiavik, con puertas que se abren, objetos que se mueven, cámaras de observación que captan presencias extrañas y grandes cajas que desaparecen.

 

A través de una creciente sensación de claustrofobia, la autora de apellido impronunciable va generando en el lector una tensión que, hacia mitad de la narración y a medida que empiezan a saberse cosas, se desinfla. Porque, en las historias policíacas con ribetes sobrenaturales, cuando la lógica y la razón ocupan su lugar; el misterio se desvanece y no termina quedando nada más que la cáscara.

 

Lo más interesante de “Mentiras”, insisto, es la sensación de claustrofobia que la autora consigue transmitir al lector, algo que también es básico en una de las sensaciones televisivas de la temporada: “Atrapados”, una serie islandesa que transcurre en Seyðisfjörður, una pequeña población del este de la isla que queda incomunicada por culpa del mal tiempo.

Y, como decíamos antes, el concepto de mal tiempo, en Islandia, es diferente al que barajamos por estos lares, por mucho que en cuanto caigan cuatro gotas, los bomberos no den abasto en nuestra comunidad.

 

En “Atrapados”, la llegada de un ferry de Dinamarca al puerto de Seyðisfjörður coincide con la aparición de un cadáver, decapitado y desmembrado, en las aguas de la bahía. Coincide, también, con una tormenta que impedirá partir al ferry… y llegar a los forenses y detectives especializados, por lo que el jefe de la policía local y sus dos ayudantes serán los encargados de llevar adelante la investigación.

 

Una investigación que se complica, además, por la tensión política que se vive en un pueblo que, azotado por la crisis que hundió el sistema bancario islandés en 2008, se enfrenta a una complicada decisión: vender tierras a los chinos para que establezcan una base comercial en la hipotética ruta marítima que unirá China con Rusia y Estados Unidos, a través del Ártico.

Sangre, nieve, frío, misterio y terror en una Islandia que, helada por fuera, hierve por dentro. Y no solo por culpa del magma de sus volcanes…

 

Jesús Lens

¡Bonnie & Clyde viven!

Cuando me desperté, el pasado lunes, me encontré con que el escritor Fernando Marías me había etiquetado en una foto de Facebook que mostraba a un engalanado Warren Beauty con cara de no entender nada, concentrado en el tarjetón que sostenía entre sus manos, mientras Faye Dunaway le miraba fijamente, sonriendo con socarronería.

Lo que ocurrió a continuación bien lo saben ustedes, que la noticia tardó escasos segundos en dar la vuelta al mundo y abrir las ediciones digitales de todos los periódicos.

Y la pregunta es, por supuesto: ¿se trató de un lamentable error, tal y como reconoció PwC, la empresa auditora encargada de custodiar los sobres y de velar por la legalidad de la entrega de los premios Óscar o, como algunos malintencionados preferimos pensar, fue una tentativa de atraco, a mano desarmada, en la que Bonnie Parker y Clyde Barrow se apropiaron de los cuerpos de los actores que les dieron vida, hace ahora cincuenta años, en la mítica película filmada por Arthur Penn?

A medida que pasan las horas, más convencido estoy de que el espíritu de Bonnie y Clyde sigue vivo y que, no conformes con el Óscar a la opresiva y cortante “Moonlight”, trataron de beneficiar a “La La Land”, una película filmada a la antigua usanza, rebosante de luz y color. Y lo hicieron de la única manera que saben: a través de un atraco. A la vista está que por “Bonnie and Clyde” no pasa el tiempo…

 

La película cuenta la trágica y sangrienta de dos jóvenes atracadores, secuestradores y asesinos que aterrorizaron varios estados del centro y el sur de los Estados Unidos en sus correrías, durante los años de la Depresión, entre 1930, cuando comenzaron su carrera criminal, y el 23 de mayo de 1934, cuando fueron masacrados a tiros por las fuerzas del orden que con tanto ahínco les perseguían.

Les dispararon tantas veces, aquel día, en una carretera secundaria de Luisiana, que podían haberlos matado hasta ocho veces seguidas, en palabras de un testigo. Y es que el grupo comandado por Frank A. Hamer, de los Rangers de Texas, no estaba dispuesto a que se volvieran a escapar, como tantas veces había ocurrido.

 

La carrera criminal de Clyde Barrow comenzó siendo muy joven, siguiendo la estela de uno de sus hermanos mayores. De familia muy pobre, a los catorce años fue condenado a prisión, ingresando en la durísima Eastham State Farm, donde fue acosado sexualmente y posiblemente violado por un preso… al que más adelante mató a golpes, en la ducha, con un trozo de tubería que consiguió esconder.

 

Tras cortarse el dedo de un pie, para evitar los trabajos forzados, y después de que otro preso condenado a cadena perpetua se atribuyera la muerte del violador, Clyde fue puesto en libertad y, en 1930 conoció a Bonnie Parker, una mujer joven y hermosa cuyo marido, un delincuente habitual que solía pegarle, cumplía condena en prisión.

Clyde se había jurado a sí mismo que jamás volvería a prisión. Bonnie no quería sabes nada de la aburrida vida que llevaba en casa de sus abuelos, a la espera de que su violento marido saliera de prisión. Ambos eran jóvenes, soñadores y con ansia de libertad.

 

Empezaron a dar pequeños golpes en gasolineras, estaciones de autobuses, tiendas y restaurantes. En parte por el dinero. Pero, sobre todo, por la adrenalina. Y así comenzó una de las historias criminales más famosas de la crónica negra norteamericana que, gracias al poder amplificador tanto de los medios de comunicación como del cine, se hizo universal.

 

A lo largo de cuatro años, la banda de Clyde y Bonnie puso en jaque a las fuerzas del orden de la mitad de los Estados Unidos, en primer lugar, porque siempre cometían sus atracos en zonas fronterizas entre diferentes estados y  en tiendas y locales bien comunicados y con fácil acceso a las carreteras secundarias que con tanto ahínco recorrieron a lo largo de su carrera criminal.

De esa forma, tras un atraco, conducían mil kilómetros antes de acomodarse en alguna zona en la que nunca hubieran delinquido. Para ello utilizaban el mejor coche del momento: el potente Ford V8 con el que, gracias a la arrojada conducción de Barrow, conseguían dejar atrás, sistemáticamente, a los vetustos vehículos de la policía que trataban de perseguirles y darles caza.

 

Y estaba el tema de las armas, auténtica obsesión de Bonnie y Clyde, quienes no dudaron en atracar armerías e incluso dependencias gubernamentales en las que había metralletas del ejército, para hacerse con el arsenal más moderno… y letal. De nuevo, la policía local y los shérifs de pueblo, armados con sencillos revólveres, no podían siquiera soñar con hacerles frente. Y los que lo intentaron, murieron en el empeño.

Fue necesaria la traición del padre de uno de sus compinches para que dos de los delincuentes más buscados de Estados Unidos cayeran en la trampa que acabaría con sus vidas.

 

Recién muertos, el coche repleto de agujeros de bala en el que fallecieron fue exhibido ante el público… con sus cadáveres aún dentro. Y la gente, enfervorizada, se apelotonaba y peleaba, tratando de hacerse con algún recuerdo de los famosos gángsteres, fuera un mechón de pelo o un trozo de ropa. De la misma manera, miles de personas pasaron junto a sus cadáveres, expuestos públicamente en Dallas, antes de ser enterrados.

Se trataba de demostrar que, efectivamente, Bonnie y Clyde habían muerto. Esta semana hemos comprobado, sin embargo, que su espíritu sigue vivo, aunque hayan refinado sus métodos y se hayan adaptado al signo de los tiempos, tratando de cometer un postrer atraco… utilizando un sobre como arma.

 

Jesús Lens

 

Bernard Minier y el Noir más remoto

Hay zonas concretas del mundo que, por razones geográficas, culturales, sociales y antropológicas, se convierten en territorios míticos, alumbrando a escritores, músicos, pintores y artistas que, sean nativos de la zona o habiéndola adoptado como propia, la integran en su obra de una forma que va mucho más allá de lo puramente paisajístico o anecdótico.

Hace unos meses veía un atípico e irregular western cuya acción transcurría… en los valles más intrincados de los Alpes. Al principio me pareció una osadía, pero no tardé en admitir que era una apuesta ganadora, llevar algunos de los arquetipos de las películas del Oeste a un universo hostil, áspero, cerrado y endogámico como ese.

 

Sirva esta larga introducción para hablar de un autor galo, Bernard Minier, que ha radicado la acción de sus novelas en una zona muy concreta de Francia: el sur. Ese sur que linda con España, donde los Pirineos hacen de frontera. Unos Pirineos que en su debut literario, “Bajo el hielo”, cobran enorme protagonismo, desde el primer capítulo.

Unos Pirineos que pueden resultar amenazantes, ominosos y asfixiantes, sin que ello les reste un ápice de majestuosidad o belleza. Que no son características contrapuestas.

 

Todo comienza con la aparición de un caballo, degollado y decapitado, colgado en los cables de un teleférico. El muerto le cae al capitán Servaz, policía de ciudad a la vieja usanza, poco amigo de las nuevas tecnologías y bastante hipocondríaco, que no las tiene todas consigo al tener que subir a lo alto de la montaña. Pero es su demarcación. Y le toca hacerse cargo del caso.

 

Al mismo tiempo, una joven médico se incorpora a un psiquiátrico muy especial, radicado en esos mismos Pirineos en que transcurre la acción. Se trata del hospital que alberga a algunos de los enfermos más peligrosos de Francia. Entre ellos, al siniestro Julian Hirtmann, un asesino en serie al que Diane Berg ansía analizar. Pero no lo tendrá fácil. Sobre todo porque su presencia en la institución mental no será especialmente bien acogida por parte de algunos de los médicos más veteranos.

Con estas mimbres, Minier escribe un apasionante thriller que destila adrenalina en todas y cada una de sus páginas. Y sí. Si están pensando que hay un cierto toque a lo Hannibal Lecter y Clarice Sterling… es cierto. Lo hay. Pero está muy bien tratado. Con mucha sutileza. Y extraordinariamente bien integrado en la trama.

 

Una trama que, pudiendo ir por los caminos más trillados de las historias típicas de serial killers, no lo hace, llevando al lector a viejas historias del pasado que siguen condicionando el presente de los habitantes de una comunidad muy especial. Porque los pueblos de montaña lo son. Especiales. Pueblos habitados por gente habitualmente dura y batalladora, forjada en la lucha contra los elementos y contra un clima hostil. Gente acostumbrada a enfrentar y resolver los problemas por sí mismos. Lo que, en ocasiones, no siempre es la mejor de las ideas.

Ganadora del Prix Polar 2011, “Bajo el hielo”, publicado por Roca, se convirtió en un gran éxito, traducida a diversos idiomas y publicada en decenas de países. A partir de ahí, Minier siguió desarrollando a sus personajes principales, tanto a Hirtmann como a Servaz. Y, junto a este, a los secundarios de lujo que le acompañan en sus investigaciones. Personajes modernos y contemporáneos, que rompen con los estereotipos de los policías tradicionales. Polis a los que les gustan el manga y el rock duro, la moda y la estética. Los tatuajes, los piercings y el cuero más agresivo.

 

Las siguientes novelas de Minier son “El círculo”, también publicado en Roca, y el último título publicado en España hasta la fecha, “No apagues la luz”, editado en la selecta colección Salamandra Negra. En esta última obra, la industria aeronáutica radicada en Toulouse se convierte en parte esencial de la trama, de forma que Minier vuelve a convertir el espacio físico en parte esencial de la narración.

A lo largo de 2017 está previsto que Salamandra Black publique en España la novela más reciente del autor galo, titulada en el original francés como “Une putain d’historie”, que todavía no sabemos cómo se traducirá en nuestro país, pero que el título resulta bastante elocuente…

 

En este caso, Minier traslada la acción a Glass Island, una pequeña y gélida isla situada entre Seattle y Vancouver, en el estado norteamericano de Washington. El protagonista es Henry, un joven amante de los libros, de las películas de terror, del grupo Nirvana… y de las orcas.

Como podemos comprobar, a Minier le siguen gustando los espacios recónditos, fríos… y de complicado acceso. Que el ferry que une la isla con el continente tiene mucha importancia en una trama que, como es habitual en el autor francés, promete emociones muy fuertes. Anímense con Minier y sus robustos thrillers repletos de acción. No podrán dejar de leer.

 

Jesús Lens

Inocentes y falsos culpables

El Conde de Montecristo es, posiblemente, el falso culpable más famoso de la historia de la literatura. Escrita por Alejandro Dumas y Auguste Maquet (aunque este último no figura en los registros oficiales ya que Dumas le pagó una fuerte cantidad de dinero para que su nombre quedara en el olvido), la mejor novela del célebre autor francés cuenta la historia de Edmundo Dantès, un joven militar que, además de estar a punto de recibir una importante y merecida promoción, cuenta los días que restan para casarse con una bella joven catalana: Mercedes Herrera.

Feliz y dichoso, el inocente Edmundo va proclamando su buena fortuna a los cuatro vientos, despertando de esa manera los celos y las envidias de algunos a los que consideraba buenos amigos y que resultaron ser las peores personas. Tanto que, con sus malas artes, se las ingeniaron para encarcelar al héroe de la novela. Tras años de cautiverio, tiempo que aprovechó para instruirse de mano del abate Faria, consigue escapar e ir en busca de un fabuloso tesoro cuyo escondite le había confiado el clérigo. Y, a partir de ahí, la venganza…

 

El inocente acusado injustamente y el falso culpable detenido, juzgado y encarcelado por error (o por las arteras malas artes de algún enemigo) son clásicos del Noir que excitan la imaginación de lectores y espectadores de todos los tiempos. Nada indigna tanto a un apasionado lector o a un entregado cinéfilo como las conspiraciones para silenciar a una buena persona o la injusticia cometida contra un inocente que ve su vida convertida en un infierno por culpa de un malentendido o de un cruel error.

 

Un cineasta como Fritz Lang hizo de ello el leit motiv de algunas de sus películas más celebradas, como “Furia”, sin ir más lejos, con la que debutó en el cine norteamericano tras su huida de la Alemania nazi.

A su paso por una pequeña ciudad de provincias, Wilson, interpretado por Spencer Tracy, una buena persona que tiene un próspero negocio con sus hermanos y que va a casarse con una chica estupenda, es arrestado como sospechoso del secuestro de una niña. Detenido y encarcelado mientras se comprueba su coartada, una masa iracunda y furibunda de ciudadanos toma la cárcel por asalto y le prende fuego, con el preso dentro.

 

Desde el principio de “Furia”, el espectador sabe que Wilson es inocente. El suspense de la película no reside, pues, en averiguar si era o no culpable. Lo que interesa a Lang es que el espectador sufra por la injusticia cometida contra Wilson, animándole a reflexionar sobre los peligros de una masa fuera de control que no piensa por sí misma ni es capaz de razonar. Algo que, en el contexto del año 1936 en que fue filmada, tiene todo el sentido y la lógica del mundo.

 

Otro director que utilizó la figura del inocente que se ve involucrado en rocambolescas historias policíacas fue Alfred Hitchcock. Que le pregunten por ejemplo, al tranquilo músico de jazz al que dio vida Henry Fonda en “Falso culpable”, injustamente acusado de robo y cuya vida se convirtió en una pesadilla kafkiana. Basada en hechos reales, la cinta resulta angustiosa y asfixiante.

En otra de sus películas más famosas, “Con la muerte en los talones”, la confusión de identidades llega a su paroxismo, con un Cary Grant que da vida a Roger O. Thornhill, un ejecutivo publicitario que, de repente, es perseguido y acosado por una cuadrilla de espías que lo confunden con George Kaplan, un agente del gobierno norteamericano. Y es que a Hitch le encantaba convertir la anodina vida de la gente normal e inocente en un caos de emociones, persecuciones, secuestros, interrogatorios e intentos de asesinato.

En 1976, basándose en la novela del mismísimo Gabriele D’Annunzio, el cineasta italiano Luchino Visconti filmó una de las cumbres de su carrera: “El inocente”, protagonizada por un envilecido tipo de alta alcurnia que engaña a su mujer sin ningún tipo de reparo. Hasta que el engañado es él, momento en que se convierte en un monstruo devorado por los celos, capaz de las peores atrocidades.

Y es que la inocencia y la culpabilidad, a veces, son conceptos confusos. Y difusos. La película italiana “Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha” juega con ello, al contar la historia de un jefe de la policía italiana que asesina a una prostituta y que, seguro de que nadie lo culpará del delito, gracias al cargo que ocupa, deja pistas de la autoría del crimen para que sean seguidas por los investigadores.

¿Hasta qué punto ampara el poder a determinados culpables, blanqueando sus crímenes hasta dejarlos impolutos, para convertirlos en inocentes?

 

Los aficionados al Noir sabemos que la inocencia está sobrevalorada, siendo una de las cualidades humanas en mayor peligro de extinción. Y es que, parafraseando el certero título de una novela de José Javier Abasolo, “Nadie es inocente”. Ni siquiera hoy, aunque sea 28 de diciembre…

 

Jesús Lens