¡Shhhhhhhh! ¡Baje la voz! En este momento, existe una altísima probabilidad de que nos estén escuchando. ¿Dónde y cómo está leyendo usted esta columna? ¿En la barra de su cafetería o bar favorito y en papel? ¿Habrá alguien observándole, mirando por encima de su hombro? Y, aun así, estará usted más seguro que si la lee y comenta en casa, en un ambiente menos ruidoso y, por tanto, más proclive al alcance de esos asistentes virtuales que tan de moda se están poniendo.
Siri, Alexa, Amazon Echo, Google Home… todos ellos graban nuestras conversaciones. De forma más o menos aleatoria, más o menos casual. Sin olvidar a algunas smart TV, igualmente indiscretas, o a esos relojes inteligentes que convierten en ferias ambulantes a las muñecas de sus poseedores, todo el tiempo emitiendo señales luminosas y/o acústicas.
Ya saben que me encanta la novela negra. Dentro del género, adoro las historias de espías. De ahí mi convencimiento de la peligrosidad, falsedad y cinismo del famoso argumento de que si eres inocente no tienes nada que temer. Que, mientras no hagas nada malo, estás seguro y a salvo.
¡Ay, cuánta candidez en un concepto que no pasaría el filtro ni de los redactores de frases motivadoras para los sobres de azúcar, versión hispana de las galletas de la suerte chinas! Haga memoria de sus últimas 24 horas. ¿Cuántas cosas ha hecho/dicho usted en la privacidad de su entorno que no le gustaría que se hicieran públicas?
Dudas, además de recelos. Amigos juristas: ¿sería admisible como prueba en un juicio una grabación ‘aleatoria’ realizada por un asistente virtual? ¿Qué haría falta para que un juez la admitiera? ¿Podemos registrar lo que se diga en una cena íntima, por ejemplo, y utilizar esa grabación como prueba de lo que se dijo o se dejó de decir?
¡Qué tiempos, cuando temíamos la vigilancia del Gran Hermano! A lo largo del siglo XXI, todos y cada uno de nosotros nos hemos entregado gozosamente a él, echándonos a sus brazos entre risas, selfis y morritos multicolor!
Jesús Lens