Ayer domingo IDEAL publicaba esta columna. Serán el frío y el otoño, pero hay veces en que es necesario mirar hacia atrás, sin ira, y recordar pequeñas anécdotas del pasado que contribuyeron a forjar nuestro carácter y a hacer que veamos las cosas como las vemos, hoy…
Hacía un par de horas que se había hecho público el Nobel de Literatura: Kenzaburō Ōe. Pasé por una librería de la que era cliente habitual y vi que tenían un ejemplar de una de las novelas del premiado. Quería sorprender a mi madre y regalársela antes de que los periódicos y los suplementos culturales se llenaran de referencias biográficas, reseñas y entrevistas. Fui a la caja a pagar, comenté la feliz coincidencia de haber encontrado aquel libro tan especial y me encontré con la sorpresa de que me cobraban un recargo tan inesperado como inexplicable. No recuerdo cuánto fue. Estábamos en 1994 así que imagino que serían doscientas o trescientas pesetas. Una nadería. Una nadería que, sin embargo, jamás olvidaré: mi madre tuvo su regalo (luego resultó que aquella novela era terrible y dolorosa, pero esa es otra historia) y aquel librero perdió un cliente. Un extraordinario cliente, como podrá acreditar cualquier persona que haya visitado mi casa.
Otro recuerdo: siendo niños, mi hermano y yo bajábamos por Poeta Manuel de Góngora cuando nos abordó un sujeto y nos preguntó que si queríamos ganar cinco duros. Aficionados como éramos, entonces, a las maquinitas de videojuegos de los bares, se nos pusieron los ojos de bolilla.
El tipo nos hizo entrar en un local cercano y nos dijo que le ayudáramos a cargar unas cajas en uno de esos carrillos altos y estrechos que solían usar los reponedores en las tiendas. Mi hermano apenas podía conducir aquél artefacto y a mí me costaba mucho trabajo levantar las pesadas cajas del suelo, por lo que el hombre tuvo que empezar a cargar él mismo las cajas mientras nosotros empujábamos la carretilla. En un momento dado, aquel sujeto, sudoroso y resoplante, nos miró con cara de pocos amigos y nos echó del local, sin darnos las veinticinco pesetas, argumentando que él necesitaba esforzados cargadores de cajas y no diletantes y comodones conductores de carretilla.
Si el libro de Ōe no hubiera sido un regalo para mi madre, seguramente no me habría sentado tan mal aquel puñado de pesetas chuleadas, no habría tardado en olvidar el incidente y habría vuelto a comprar libros en aquella librería.
Si no hubiera sido por la monumental bronca que me habría ganado por hablar con un extraño, me habría encantado denunciar y delatar a aquel miserable explotador y haberle contado a mi padre lo que había pasado para que hubiera ido a exigirle nuestros cinco duros.
Aquellas dos lejanas experiencias, que recuerdo como si hubieran sucedido ayer, me hicieron aprender dos lecciones que procuro no olvidar jamás y aplicar en la práctica, en mi día a día: no ser un rácano avaricioso, miserable y cortoplacista; y tratar de no ponerme en situaciones personales incómodas y éticamente dudosas que me impidan denunciar una injusticia o reclamar lo que corresponde.
Jesús Lens
En Twitter: @Jesus_Lens