—¡Garçon!
No es que Michael supiera francés, que apenas lo chapurreaba, es que le encantaba hacerse notar.
—¡Garçon, s’il vous plaît! Una biére para mí y otra para mi compañero. Y un par de chupitos de whiskey, para acompañarlas. Uno bueno, ¿eh? Que a un irlandés no se la dan con queso.
Tampoco es que fuera irlandés, que había nacido en Kansas, pero le encantaba hacerse pasar por quien no era. Michael se volvió hacia su interlocutor y acercó su rostro hacia él, por encima de la mesa. Por un momento, James pensó que iba a besarle en la boca, pero no.
—Los camareros más soberbios del mundo son los parisinos. Desprecian a los clientes con la irritable dignidad de los príncipes destronados. Hay que saber tratarlos. Tú, fíjate en mí.
Michael susurró esas palabras como si estuviera contándole un secreto trascendental. James, por una vez, callaba. Y observaba. Y sonreía, con esa mueca apenas perceptible que, sin embargo, resultaba enigmática y seductora, mostrándose a través de la tupida barba en la que escondía su rostro.
Brindaron, apuraron los chupitos de un trago y se bebieron la mitad de las cervezas, de un sorbo.
Entonces fue James quien se aproximó a su interlocutor. Esta vez era él quién parecía poseer un secreto de estado llamado a cambiar el rumbo de la política internacional.
—¿Podremos probarla?
—¿Esta misma noche?
—Hoy no. Quiero que Pam nos acompañe y aún anda tocada. Mañana o pasado.
—¡Claro que sí, hombre! ¿Por quién me tomas? Una promesa es una promesa.
II
—¡Hey Mac! Dile a Pam cómo se llamaba el garito ése en que estuvimos la otra noche…
—Joder, James, tienes unas cosas… Cuando el jodido Hemingway no tenía nada que escribir, se sentaba en La Closerie des Lilas a esperar la llegada de las musas. O de las putas, que para Papá eran más o menos lo mismo. Y cuando a Henry Miller se le bajaba la libido, allí iba a mirarles las tetas a las camareras, entre el trópico de cáncer y el de capricornio.
—Sí, pero éste es mejor. Mucho mejor.
Pamela, Michael y James estaban en el “Le Vieux Molière, uno de los bares con más solera de París desde que abriera sus puertas, a mitad del siglo XIX. Un local pequeño y oscuro, en que apenas entraba la luz del exterior. Un bar discreto, al que se accedía a través de la recóndita puerta de una calle secundaria de Les Halles. Dentro del reservado apenas se escuchaba el ruido de las obras del colosal Centro Beaubourg que el presidente de la república francesa se había empeñado en levantar en aquel barrio, después de echar abajo el antiguo mercado de abastos para construir nada menos que el edificio de a Bolsa.
—Todo cambia. Nada es.
A Michael le gustaba ponerse filosófico mientras ejecutaba la maniobra, a salvo de miradas indiscretas.
—Por cierto, James, ¿qué te pareció su separación?
Acababa de poner el terrón de azúcar sobre la cuchara, agujereada, y se disponía a verter el agua, casi congelada, sobre la bebida que reposaba en el fondo del vaso. Un líquido misterioso, inquietantemente verde.
—Aquí cayó como un bombazo. ¿Y en casa? ¿Cómo lo vivisteis en casa? —insistió Michael.
—Una conmoción, sin duda. Pero, ¿qué quieres que diga yo? Llega un momento en que la convivencia se hace imposible y resulta empobrecedora. Cuando se alcanza ese punto, ¡puerta! Cada uno por su lado. Es lo mejor.
—Sí. Pero no deja de resultar triste que…
En ese momento se abrió la puerta del reservado y un hombrecillo mayor, con el pelo canoso y blandiendo airadamente un bastón, interrumpió a los tres amigos, sorprendidos por la súbita aparición.
—¿Qué demonios se cree usted que está haciendo, Michael? ¿No le gusta a usted definirse como hijo del salvaje oeste? Pues vaya mariconada que se trae entre manos, si me permiten la licencia. ¡Quite, quite y déjeme a mí!
Admirados por la enérgica disposición de aquel aparentemente frágil anciano, Michael, Pam y James se echaron instintivamente hacia atrás, dejándole hacer.
—¡Françoise, trae lo que tú y yo sabemos que falta en esta mesa! —gritó el recién llegado mientras se acomodaba junto a la mesa.— Me llamo Jesús. Jesús García. Al juntaletras de Michael lo conozco desde hace tiempo y usted es el famoso Jim, pero usted…
—Pamela
—Encantado, Pamela.
Mientras hacían las presentaciones, el dueño del local había dejado sobre la mesa un frasco de cristal transparente que, sin etiquetas o marcas de ningún tipo, contenía un líquido traslúcido. Jesús lo tomó en sus manos y vertió el líquido sobre el azúcar. A continuación sacó una caja de cerillas de su chaqueta y prendió fuego a la bebida. Apenas se apagaron las llamas, se llevó el vaso a los labios y tragó el contenido, de un trago.
—A esta forma de beber la absenta se la conoce como el método gitano. La otra, la parisina, es la forma clásica de tomarla, pero creo que a ninguno de los que nos sentamos en esta mesa nos gusta el clasicismo, precisamente. ¿O me equivoco?
Jesús se expresaba en un inglés más que correcto, lo que tranquilizó a un James que, de otra forma, no habría sabido cómo tratar con aquel tipo, una auténtica leyenda que no hacía sino crecer con el paso del tiempo. No era habitual que James se pusiera nervioso. Pero llevaba mucho tiempo esperando aquel encuentro. Y, por fin, allí estaban.
—Pero, discúlpenme, que entré como elefante en cacharrería, que decimos en España, y les interrumpí su conversación. ¿De qué hablaban?
—De la separación.
—¡Claro! La separación… ¡cómo no! Yo, la verdad, siempre he preferido a los Rolling. Igual que usted, ¿verdad, Jim? ¿O me equivoco?
Y todos prorrumpieron en estruendosas carcajadas, brindando una vez más con una absenta preparada al modo gitano.
III
—¡Qué razón tenías, Jesús! Esa Alhambra es algo increíble. El monumento… ¡y la cerveza! No sé la de litros que habremos bebido. Y la gente de La Zíngara, encantadora. ¡Nos hicieron sentir como en casa y apenas nos dieron el coñazo! Pam y yo conseguimos pasar varios días en Granada, esencialmente, recorriendo los palacios árabes. Y en las cuevas del Sacromonte. Con los gitanos. Aunque esos gitanos tuyos no saben nada de quemar la absenta.
—¿Y Marruecos?
—También. Allí empecé a escribir, otra vez. ¡Buena lana, buena marihuana y agua fresca!
Y los cuatro amigos volvieron a reír, retomando la conversación justo donde la habían dejado unas semanas atrás, en el mismo reservado del Viejo Moliére, bebiendo la prohibida absenta verdosa que había conducido a Pam y a James a París. La mítica absenta, los poetas simbolistas franceses, el empeño de Michael… y huir del maremágnum en que se había convertido su vida en los Estados Unidos.
Jesús siguió preguntando:
—Entonces, ¿estás dispuesto a hacerlo? Ten en cuenta que es algo duro, muy duro. Lo digo por experiencia. No solo dejarás atrás tu país y tu vida como la has conocido hasta ahora, sino también a tu familia y a tus amigos más cercanos. Una vez que des el paso, será algo irreversible. Como se dice en las novelas de espías, una vez que cruces la línea, no habrá vuelta atrás.
—¿Por qué lo hiciste tú?
—Porque, de no haberlo hecho, me habrían matado.
—¿No podías haber escapado, como hicieron tantos otros republicanos? A Francia, a México o a los propios Estados Unidos…
—Podría. De hecho, en tu país estaba destinado como diplomático un buen amigo de entonces, Fernando de los Ríos. Y yo ya había estado antes en Nueva York. Me hubiera resultado relativamente sencillo, pero nadie hubiera entendido esa huída. Me habrían masacrado, literaria y moralmente hablando, si me hubiera marchado de aquella España en guerra.
—Pero luego, todo se olvida. Mira ese director vuestro, el surrealista. Buñuel. ¡Ahí lo tienes de vuelta en España! Se le llenó la boca proclamando que jamás volvería mientras hubiera una dictadura, pero no ha dudado en irse a filmar su última película a Toledo ¡Y con todos los permisos y bendiciones del régimen!
—¡Ay, ese Luisito! Si yo te contara… La fama es algo duro de sobrellevar. El hombre famoso tiene la amargura de llevar el pecho frío, traspasado por linternas sordas que los demás dirigen sobre ellos. Pero la fama también es adictiva. Ese sentimiento de poder que conlleva, la sensación de sentirte invulnerable…
—Es cierto. Lo queremos todo y lo queremos ahora. Lo peor de todo es que lo tuvimos. Todo. Y de golpe. Pero, ¿a qué precio?
—Pamela empezó a ponerse nerviosa. Jim y ella habían podido disfrutar de unas cuantas semanas de relativa paz y sosiego, aunque hubieran estado bebiendo duro y fumando hachís y marihuana. Pero, escuchando hablar a Jim, podía sentir que el viejo Jimbo y los fantasmas del pasado amagaban con reaparecer. El maldito Jimbo divagante y pendenciero al que creían haber dejado en Los Ángeles… ¿les habría acompañado hasta París?
Pamela trató de rebajar la tensión rescatando un verso que le había escuchado declamar al bueno de McClure y que le había gustado especialmente:
—Venga chicos. Vamos a relajarnos. Oye, Mac, ¿cómo decía ese verso que tanto te gusta repetir? ¿La frase de aquel poeta del alcohol? ¿Ponchon se llamaba?
—Sí. Raoul Ponchon. «Cuando mi vaso está vacío, lo lleno; cuando mi vaso está lleno, lo vacío». Venga, va. Brindemos. Como decimos los irlandeses: ¡Slainte!
No es que Pamela fuera una frívola. Es que no quería que Jim desviara su atención de lo realmente importante y empezara a divagar. Por eso redirigió la conversación:
—Entonces, Jesús, ¿cómo piensas que lo podemos hacer?
—Matándolo. Es la única manera.
—¿Hacerlo desaparecer no sería suficiente?
—Créeme. Además, por la vida que ha llevado y la fama que arrastra, seguro que tiene detrás al FBI y no me extrañaría que hasta a la CIA. Que se desvanezca no sería suficiente. Hay que matarlo. Y bien muerto. Con certificado médico, ataúd y entierro.
En ese momento, Jesús miró fijamente a los ojos de James:
—Te lo voy a preguntar una sola vez: ¿estás dispuesto a morir?
—«Como no me he preocupado de nacer, no me preocupo de morir». ¿Te suena esa frase…, Federico?
IV
Hacía calor aquella mañana de julio. Los tres hombres esperaban a que Pamela apareciera por la puerta del bar. Estaban acodados en la barra y cada vez que alguien entraba en el local, se giraban a la vez, esperando ver su rubia melena. Era temprano, pero la hora no era impedimento para que ya estuvieran tomando unas cervezas.
Entonces, llegó.
—Está hecho.
James, Jesús y Michael apuraron sus cervezas y pidieron una botella de vino de Borgoña.
—En mi tierra decimos que el que va a un entierro y no bebe un vaso de vino es porque el suyo viene de camino. ¡Salud!
Bebieron el silencio, pero antes de que un halo de luto pesimista se instalara entre los presentes, fue Michael quien les sacó del mutismo.
—Junto a Oscar Wilde. No podrás quejarte…
—Y cerquita de Édith Piaf. No. No es mal sitio para descansar, por los siglos de los siglos —apostilló James.—Bueno, compañeros. Acabamos de despedir a un amigo. A una estrella. Hoy hemos enterrado a una leyenda del rock: Jim Morrison, el líder de The Doors, ha muerto. Descanse en paz. Pero hoy, también, celebramos un nacimiento. Hoy ha nacido Douglas Clarke, poeta.
Volvieron a alzar las copas y bebieron. Y Michael volvió a la carga:
—¿No es un poco arriesgado usar la parte menos conocida de tu nombre, pero nombre oficial, al fin y al cabo, para tu nueva identidad?
—Al contrario. Así será más fácil tramitar el nuevo pasaporte. James Douglas Morrison Clarke lo mismo puede ser Jim Morrison que Douglas Clarke. Más o menos fue lo mismo que tú hiciste, ¿no, Jesús?
—Sí. Es verdad. Es más sencillo. A mí me bautizaron como Federico del Sagrado Corazón de Jesús, aunque todo el mundo me conocía como Federico. Así que fue fácil empezar a usar mi segundo nombre, Jesús, seguido de mi primer apellido, García. Y dejando el segundo, Lorca, para la historia de la literatura. Y ahora, apurad el vino que tenemos una cita con el editor. Está ardiendo por conocer a esa nueva y desconocida voz de la poesía americana, recién instalada en París.
Jesús Lens, en el día del 50 aniversario de la (supuesta) muerte de Jim Morrison. ¡Salud!
Este relato está dedicado a Fernando Marías.
De él he aprendido que lo improbable no tiene que ser necesariamente imposible.