Antes de disfrutar de la película con la que la HBO le ha puesto fin a ‘Deadwood’, estoy aprovechando la galbana de estos mediodías para volver a ver una de las grandes series de la historia de la televisión. En un episodio, los habitantes del pueblo minero se ven sobresaltados por la llegada de unos jinetes que, a galope tendido, disparan al aire con sus revólveres. Tras el susto inicial, toca la celebración: acaba de regresar una partida que salió en busca de vacunas.
En Deadwood había surgido un brote de viruela y, dejando al margen sus odios y rivalidades, los prohombres de la localidad pusieron un fondo común con el que pagar a distintos grupos de jinetes para que fueran en busca de vacunas lo más rápido posible. Una larga cola de ciudadanos esperando a ser pinchados por el mismo médico al que se le han muerto varios contagiados, supone el mejor final feliz para uno de los hilos de ‘Deadwood’.
Hubo un tiempo en que avances científicos tan importantes como las vacunas, que han salvado millones de vidas, eran celebrados como grandes logros de la humanidad. Después llegaron ellos. Los progres-regres. Los neohippis. Los iluminados. Los gilipollas antivacunas cuya necedad y egoísmo hacen que enfermedades dadas por erradicadas, como la viruela, vuelvan a ser una amenaza.
Tal y como ocurrió con la ley antitabaco, sólo a través de la legislación se puede meter en vereda a esa gente que va de librepensadora y que, en realidad, es más borrica que un arado. El diálogo, los argumentos y la discusión no sirven de nada con determinada clase de cenutrios. No merece la pena. El primer paso, es quitarles el altavoz. Eliminarlos de nuestras redes, bloquearlos y silenciarlos. Todos desempeñamos un papel esencial en no darles cuartelillo. No les entren al trapo. No difundan sus estupideces: por muy amigos suyos que sean, ignórenles.
Y tratemos de convencer a las autoridades de que, para la escolarización, sea requisito necesario presentar la cartilla de vacunación. La vida de nuestros hijos está en juego.
Jesús Lens