Llevo tres días hablando sin parar del partido del Covirán. Cuando escribo estas líneas, aún no sé qué habrá pasado con el fútbol. Ojalá que haya conseguido el ascenso y la próxima temporada tengamos a los dos equipos en lo más alto. Pero me interesa lo del baloncesto.
Ya les conté que el miércoles nos fuimos a brindar. Y a hablar. Del partido. De la temporada. De la que acaba de terminar y de la próxima. De qué jugadores nos gustaría que siguieran y a cuáles consideramos prescindibles. O imposibles. Y hablamos, claro, del pasado. Del Oximesa, del carrerón del Gordo Williams o los brincos de Pops, los suyos y los nuestros.
Ayer hice en la librería Picasso mi última presentación literaria del año… hasta que nos toque hablar de Granada Noir. Al terminar me pasé por donde los cómics para ver a Dani… y hablar del partido. Como nos ocurrió el jueves: al finalizar la presentación del libro de José Abad sobre Richard Fleischer, volvía a casa con José Rienda y José Gutiérrez, compañeros de la Academia de Buenas Letras, y no paramos de hablar de Pin, Bropleh, Costa y Felicio.
Hablar, charlar, conversar, discutir, ironizar y bromear son actividades inherentemente humanas que, además de ser un placer en sí mismas, prolongan el placer de otras actividades.
Cotillear, chismorrear y criticar, también. Cortar trajes, esa otra cara del hablar.
Hablar del partido, de la última película vista, del resultado de las elecciones, del libro del mes en el club de lectura, del concierto de Lagartija Nick, de la exposición de Chema Madoz, de la inteligencia artificial. Hablar largo y tendido, sin desmayo. Hablar hasta la extenuación. En inglés hay una expresión que dio lugar a una magnífica película: ‘Blue in the face’. Hablar hasta perder el resuello y quedarte sin respiración.
Hubo un tiempo en que nos creímos que las redes sociales y la tecnología iban a favorecer la conversación. La relación y la cercanía. Ahora sabemos que no es así. Se han convertido en un espacio unidireccional donde soltar nuestros monólogos y vender nuestro rollo o, directamente, en un lodazal.
En España, a una cita para hablar le llamamos de muchas maneras, sobre todo relacionadas con bares. Quedamos para hacer un café, echar una caña o, sencillamente, para tomar algo. Para desayunar o tomar el té. O unos vinos. También para dar una vuelta. En realidad, quedamos para hablar.
Tengo la sensación de que si nos juntáramos más para hablar de una forma tranquila y sosegada, sin prisas ni agobios, con tiempo por delante; seríamos mucho más felices y nuestra salud mental se vería reforzada y robustecida. Hablar por hablar, como rezaba el mítico programa de radio. Hablar por gusto, por placer.
En esta época en que todo está tasado y medido, con la productividad como principal propósito de nuestra existencia, el sencillo acto de pasar el tiempo hablando es algo revolucionario, diferencial y contestatario. Y muy creativo, por cierto. Además de ser un placer.
Jesús Lens