Es sintomático cómo cambia la película. Cuando se internaba a los inmigrantes en hoteles de las Canarias cerrados por la pandemia, las fuerzas reaccionarias de este país se echaban las manos a la cabeza, criticando que el Gobierno les regalara unas vacaciones pagadas. Que vinieran a España a tratar de ganarse la vida daba igual. El discurso xenófobo y racista no admitía medias tintas o matiz alguno.
Ahora que los internados son chavales españoles desplazados a las Baleares a correrse una juerga pandémica; esas mismas voces reaccionan como si los hubieran encerrado en un campo de concentración.
Quiso la casualidad –o no – que en mitad de la polémica sobre los jóvenes juerguistas, Laura Ubago publicara ayer un excepcional reportaje sobre catorce chaveas extranjeros y mayores de 18 años que, al amparo de la Ciudad de los Niños, hacen por labrarse un futuro profesional en nuestro país. Hicham es ayudante de cocina en un restaurante y quiere ser peluquero. Mohamed sueña con ser recepcionista de hotel. (Leer AQUÍ)
Sangokoura quiere ser ingeniero, Cherno es peón de fábrica en un tostadero y Ousama e Ilyas están en la órbita de la hostelería. En su mayoría, llegaron a España sin conocer el idioma ni las costumbres de nuestro país. Sin red de apoyo familiar o social que les amparase, enmarañados en la burocracia. Y ahí están, peleando a brazo partido por formarse y acceder a un puesto de trabajo, al margen de tópicos y lecturas tremendistas y malintencionadas.
Jóvenes como ellos serán quienes paguen nuestras pensiones en un futuro no muy lejano. Además, tratarán de ayudar a los familiares que quedaron lejos. Acogerlos e integrarlos en nuestra sociedad, además de ser éticamente justo y necesario, nos interesa. Nos beneficia. No es buenismo bienintencionado ni rollo multicultural, aunque también. Es interés, puro y duro. Pasta. Dinero.
Enhorabuena a la Ciudad de los Niños y a los empresarios que colaboran con la organización para conseguir trabajo a quienes tanto lo necesitan y más difícil lo tienen.
Jesús Lens