“Íbamos para todo lo que necesitábamos. Cuando teníamos sed, claro, y cuando teníamos hambre, y cuando estábamos muertos de cansancio. Íbamos cuando estábamos contentos, a celebrar, y cuando estábamos tristes, a quedarnos callados. Íbamos después de una boda, de un funeral, en busca de algo que nos calmara los nervios, y siempre antes, para armarnos de valor tomando un trago. Íbamos cuando no sabíamos qué necesitábamos, con la esperanza de que alguien nos lo dijera. Íbamos a buscar amor, o sexo, o líos, o a alguien que estuviera desaparecido, porque tarde o temprano todo el mundo se pasaba por allí. Íbamos sobre todo, cuando queríamos que nos encontraran”.
Sirvan las primeras páginas del prólogo de “El bar de las grandes esperanzas”, de J.R. Moehringer para explicar el porqué me abalancé sobre este libro, en cuanto lo tuve en mis manos y empecé a hojearlo.
Y es que, como ustedes seguramente saben (o deberían saber) yo pasé dos años de mi vida escribiendo un libro sobre bares. Sobre los bares más famosos de la historia del cine. Y sobre los no tan famosos, pero bares que a mí me gustaron cuando los conocí a través de la pantalla.
Escribí “Café-Bar Cinema” porque a mí, por supuesto, además del cine, también me encantan los bares. Y los cafés. Y los clubes. Y los garitos. A los de verdad, me refiero. Y cuando leí ese primer párrafo, sentí que JR me estaba dedicando su libro a mí, personalmente. A mí, y a nadie más que a mí. ¡Y la gente de la hostelería, como escribía aquí!
Comprenderán, pues, que la lectura del extraordinario libro, publicado en España por la delicada editorial Duomo, haya sido una de esas lecturas especiales, diferentes y muy, muy sentidas.
A lo largo de las cerca de 500 páginas de “El bar de las grandes esperanzas” vamos a conocer a su autor, a ese J.R. Moehringer que escribe en primera persona porque va a contarnos su vida. Una vida nada sencilla, por cierto. Una vida que comienza en la Costa Este de los Estados Unidos, esa Costa Este que Scott Fitzgerald tan bien retratara en “El Gran Gatsby”. Y la referencia no es casual, como JR nos cuenta en el mismo prólogo: el Bar de las Grandes Esperanzas estaba situado precisamente en la gatsbyniana ciudad de Manhasset, en el estado de Nueva York.
La vida de JR es una vida a contracorriente que, en el bar, siempre encontraba una isla en la que sentirse a salvo. A salvo de las tormentas, las riadas y los vaivenes de su existencia. A salvo de las decepciones y las frustraciones. A salvo de los miedos, las dudas, las zozobras y los titubeos. El bar. Al principio, era el Dickens. Después de transformó en el Publicans. Pero era, siempre, el bar.
Ese bar en el que te encuentras como en casa. O, como tantas veces he defendido… ¡mucho mejor que en casa! El bar en el que te conocen por tu nombre y te saludan al llegar. En que no tienes que pedir porque siempre saben lo que vas a tomar. El bar en el que el camarero sabe cuando darte palique y cuando callar.
El bar.
El bar como concepto, como filosofía, como estado mental.
Como escribe el autor: “Mucho antes de servirme copas, el bar me sirvió de salvación”.
El momento en que el autor y protagonista entra por primera vez en el local y siente la fascinación reverencial de haber irrumpido en un espacio mítico; ejerce en el lector un inevitable efecto Magdalena-de-Proust que le lleva a dejar la lectura, entornar los ojos y pensar en su primera vez. La primera vez que entró solo a un bar. La primera cerveza que pidió, los primeros amigos con los que la compartió, la primera borrachera… Por eso decía antes que tenía la sensación de que el autor lo había escrito para mí: es la misma sensación que tendrán todos los lectores… que guarden una buena relación con algún bar.
De la mano de JR y del Dickens / Publicans, recorreremos la infancia y la juventud del autor, su zozobra a la hora de ir a la Universidad, sus dudas cuando entra en el New York Times, etcétera. Disfrutaremos de la tierna relación con su madre, la contradictoria relación con su padre, la idólatra que mantiene con su tío Charlie, etcétera.
Y, además, como un extra para los amantes de todo lo relacionado con el proceso creativo, es un placer descubrir cómo Moehringer convierte el bar, las conversaciones, historias, peleas, borracheras y bravatas en material literario de primer orden. Porque no podemos olvidar que en el Publicans había, sobre todo, grandes contadores de historias. Y de mentiras. Pero vienen a ser lo mismo.
El oído para reflejar en su libro dichas conversaciones, haciéndolas cercanas, creíbles e interesantes a todo tipo de lectores es lo que convierte a “El bar de las grandes esperanzas” es uno de los grandes libros del año. Un libro de no ficción que atesora las mejores virtudes de la historia… y de la fabulación como herramienta para contarla.
Jesús Lens