Fue en Navidad, en el aeropuerto de Estambul. ¿Se acuerdan? Así lo contaba: «Como la casualidad existe, después de que mi Alter Ego, José Antonio Flores, glosase las virtudes de Haruki Murakami, en la revista «Qué leer» leí una estupenda entrevista con el autor. Y, hablando esta mañana con una de esas amigas tan necesarias como ya añoradas, me decía: «Lens, tenías que haberte llevado el libro de relatos de Murakami a tu viaje.» Así que me hice con su novela Tokio Blues, ya que no encontré los cuentos. Pero Murakami será una de mis referencias para 2009. Así que me lo dejo pendiente hasta comerme las uvas.»
Y cumplí con mi promesa. De hecho, no abrí el libro hasta que, estando en Damasco, la mañana antes de volver a casa, decidí leer unas páginas antes de echarme a las calles de la capital siria, a dar un último gran paseo por una de las ciudades que más me han calado en mi vida. Y pasó lo impensable. Quedándome apenas seis o siete horas de la especialísima, única y deslumbradora luz de Damasco, allá estaba yo en mi habitación, imantado a las páginas de Murakami, como el náufrago que se aferra a un tablón de madera en mitad del océano.
«Por eso ahora estoy escribiendo. Soy de ese tipo de personas que no acaba de comprender las cosas hasta que las pone por escrito.»
Cuando alguien escribe una frase como ésa, que parece especialmente dedicada a uno, algo te sacude por dentro. Y el comienzo de «Tokio blues», que arranca con una canción de los Beatles y un alma hipersensible que se conmueve hasta la conmoción… te atrapa irremediablemente. Leí del tirón las primeras cincuenta páginas y, después, me obligué a separarme del libro, algo que me costó el mismo trabajo que pedir la cuenta, en un bar, estando en buena compañía.
Después, cuando la noche cayó y empecé mi peregrinar, de Damasco a Estambul, seguido a Madrid y después a Granada, con tránsitos y esperas incluidos; ya no me separé de Murakami. Hasta llegar al final: «¿Dónde estaba? No logré averiguarlo. No tenía la más remota idea de dónde me hallaba. ¿Qué sitio era aquél? Mis pupilas reflejaban las siluetas de la multitud dirigiéndose a ninguna parte. Y yo me encontraba en mitad de ninguna parte, llamando a…»
Una canción de los Beatles, como la magdalena de Proust, desencadena la cascada de recuerdos de Toru. Y, en una especie de ósmosis literario-vital, los recuerdos parecen traspasarse al lector, quién los hace suyos. Y empieza a vivir las historias de Toru, Naoko o Midori, no ya como si los conociera, sino como si fueran hermanos de sangre.
Un libro que posee una extraña capacidad de seducción, que se te incrusta bien adentro, y cuyos paisajes, situaciones y personajes, como el Raskolnikov de Dostoievski, ya nunca te abandonan. Más que verle, sientes a Toru, vagabundeando por ese Tokio sin principio ni final, atractivo, repulsivo, frío, caótico…
¿Son todos los libros de Murakami así? No lo sé. Y aunque me prometí que el japonés iba a ser uno de mis autores de referencia para el 220, ahora me da miedo coger otra de sus novelas. No porque piense que me pueda decepcionar. Sé que no. Pero hay que estar muy centrado, muy equilibrado, para que un libro como «Tokio blues» no provoque estragos en un lector medianamente sensible. A nada que te pille en un momento de bajón, te destroza.
¿Quién se arriesga?
Leer «Tokio blues» es asomarse a un abismo. Un abismo que te devuelve la mirada y te reta a lanzarte al vacío, sin red, a ciegas, sin saber lo que vas a encontrar en él. Pero con el convencimiento de que, cuando vuelvas -si vuelves- no serás el mismo.
Repito: ¿alguien se arriesga?
Jesús Lens Espinosa de los Monteros.