Cuando terminabas de ver “El sueño eterno”, la obra maestra de Howard Hawks, la película canónica por antonomasia en la que se compendia lo mejor del cine negro -su estética, su atmósfera, sus personajes, sus diálogos… -había piezas del guion que no encajaban y, si tratabas de hacer memoria de todo lo que ocurría a lo largo de la historia, te perdías. Pero la fascinación, la mandíbula descolgada por lo que habías visto, la sensación de haber disfrutado de una película verdaderamente grande, icónica y genial… ya no te abandonaba nunca jamás.
Salí del cine, el pasado viernes, con una sensación parecida. Desde luego, la mandíbula se me había quedado desencajada, después del derechazo que me había pegado Alberto Rodríguez y todo el equipo que ha hecho posible “La isla mínima”.
Sí. Al tomarme unas Alhambras fresquitas con Reyes, en El Secreto del Buen Hacer, estábamos de acuerdo en que había algo en el guion que no quedaba del todo claro. Pero ambos convinimos: ¡¿Y a quién le importa?! Porque estábamos los dos fascinados por la película que acabábamos de ver.
Y eso raramente ocurre, por desgracia. ¡Qué gustazo, poder salir de un cine, abarrotado, habiendo disfrutado de una de esas cintas que, en pantalla grande, se disfruta a lo bestia!
Sigue leyendo mis impresiones sobre “La isla mínima” en el espacio Lensanity de Cinema 2000
Jesús Lens