Tres cosas he tenido claras desde el comienzo del Estado de Alarma que, desde mañana, da un paso más en el proceso de desescalada. La primera, aplaudir todos los días a las ocho de la tarde desde el balcón. No he fallado ninguno. Aun en plena videoconferencia con el alcalde, paramos cinco minutos para aplaudir.
Hay quien le ha buscado las vueltas a ese aplauso. Desde el primer día he tenido claro que se trataba de agradecer, de forma pública, tangible y ruidosa, el esfuerzo que hacía el personal sanitario mientras nosotros nos quedábamos en casa. Reconocer la entrega del personal sanitario y la de otras muchas decenas de trabajadores que no podían aislarse y tenían la obligación moral de seguir currando para que nuestra vida confinada fuera lo más llevadera posible.
Aplaudir para agradecer y reconocer no es blanquear nada. Se puede dar las gracias por el denodado trabajo del personal sanitario y, a la vez, exigir mejores condiciones y mayor seguridad en su desempeño. No es incompatible. Por eso, hoy domingo, volveré a salir al balcón. Y me dejaré las manos aplaudiendo.
Tampoco me he cortado el pelo. Estuve a punto de ceder al pelado casero, pero estas greñas de Neardental que gasto me sirven de recordatorio: la cosa no ha terminado. Ni desescaladas, ni relajación, ni encuentros en la primera fase. Cada vez que me miro en un espejo y una vez recuperado del susto, recobro conciencia de que aún nos queda mucho camino por delante para entrar en algo parecido a la normalidad, la nueva o la vieja, como la Castilla de nuestros años mozos.
Y con ello enlazo con la tercera constante de estos meses: no pisar la calle salvo para lo estrictamente imprescindible. Les confieso que yo también salí a correr aquel primer sábado de libertad, con ansia viva. Desde entonces, no he reincidido. Ni trotes cochineros ni paseos atléticos. Demasiada gente junta a la misma hora. No le encuentro el chiste. Ni el sentido. Ni mucho menos el placer.
Correr y caminar, para mí, son sinónimos de libertad. Las circunstancias no hacen posible disfrutar de esa sensación. Cuando salir a rodar un rato se convierte en una carrera de obstáculos, ¿qué sentido tiene?
Sigo atrincherado, entre el síndrome de la cabaña y el de la caña. De cerveza. Ansío tanto el momento de bajar a la terraza del bar como le temo. Porque le tengo mucho, muchísimo respeto al coronabicho.
Jesús Lens