La llamada

De aquella llamada dependía todo.

Estaba nervioso. Lo tenía todo muy bien preparado, pero aquellas dos horas, hasta que dieran las 3, se le iban a hacer eternas.

Había pensado en salir a correr, como hacía siempre que tenía alguna cita importante. Antes de reuniones clave, conferencias, mesas redondas, charlas y entrevistas, se calzada sus Brooks, apretaba bien los cordones y salía a quemar la adrenalina.

Correr le iba bien. No solo aplacaba los nervios sino que, además y sobre todo, el chute de endorfinas le hacía llegar al evento que fuera en plenitud de condiciones, físicas y mentales. Mientras corría, aprovechaba para repasar su intervención, para terminar de ordenarla y estructurarla. Corriendo conseguía visualizar, con distanciamiento y perspectiva, lo que estaba por llegar. Y se sentía todopoderoso.

Pero aquella mañana no quería arriesgarse. Al volver a casa, después de desayunar y comprar la prensa, un conductor somnoliento había tardado más de la cuenta en fijarse en él y tuvo que pegar un frenazo, justo delante del paso de peatones, haciendo chirriar los neumáticos sobre el asfalto.

Aquello le había hecho saltar todas las alarmas.

¿Y si, corriendo, le atropellaba un coche o, como pasaba como aquella vez en que estuvo a punto de que un autobusero insensible a los corredores se lo llevara por delante? Aunque fuera una torcedura de tobillo o un tirón… ¿y si se quebraba, a mitad de recorrido, y no llegaba a tiempo?

Porque aquella conversación no la podía mantener a través de un móvil, en cualquier sitio. Había preparado la mesa de su estudio y dejado toda la documentación lista, los lápices a mano y hasta un vaso con agua. Hasta la temperatura había regulado tirando de calefacción, para evitar cualquier inconveniencia, aunque ya estuvieran casi en primavera y, de hecho, empezara a hacer calor.

Apenas pasaban unos minutos de la una. Pensó en salir a hacer unas series, por la ribera del río que discurría junto a su casa. Así, apenas tenía que cruzar calles o que atravesar el siempre caótico mercadillo y, estando cerca de casa, al más mínimo contratiempo, podría volver sin dificultad.

Pero no. ¿Y si perdía las llaves, justo ese día o si, a la vuelta, se averiaba el ascensor y se quedaba atrapado?

Mejor quedarse en casa y correr, por la tarde, ya tranquilo y relajado.

Así que, como no podía parar quieto un momento, decidió darse un baño.

¡Él, que siempre había sido de ducha rápida! Pero ni la música le amansaba ni podía concentrarse en las páginas de un libro. Repasar sus notas le hacía sentirse como un mal estudiante antes de un examen no suficientemente preparado y temía prenderle fuego a la cocina si intentaba preparar alguno de sus platos estrella.

Así que… ¡a la bañera!

Se llevó el iPad consigo y aprovechó para ver uno de esos vídeos que harían sonrojar a Steve Jobs, de saber para lo que algunos de sus fervientes admiradores utilizaban su última y celebrada creación.

Y entonces sí: aligerada parte de la carga que le venía pesando en días de tanta tensión y nervios, empezó a sentirse más a gusto. Por primera vez en varios días se sentía y bien y el agua caliente le ayudó a relajarse, por fin.

Le despertó el sonido del teléfono, que le llegaba desde muy lejos.

Tardó en darse cuenta de dónde se encontraba y, cuando consiguió fijar el escenario y la situación, el corazón empezó a bombear sangre con tanta fuerza que pensó que le iba a provocar una hemorragia cerebral.

¿Cuánto tiempo llevaría sonando el maldito teléfono?

En uno de esos actos reflejos estúpidos, ya que se encontraba solo y en su propia casa, mientras tiraba del pomo de la puerta del baño con una mano, intentó alcanzar una toalla con la otra, pareciéndole indecoroso contestar la llamada empapado y desnudo.

Y fue entonces, claro, cuando dio un resbalón y terminó desnucado, con tiempo solo para recordar aquella canción de Def Con Dos con la que tanto se reían él y sus amigos, en las noches de borrachera, cuando eran jóvenes.

¡Pánico a una muerte ridícula!

Fue justo en ese momento, las dos de la tarde, cuando María daba por concluida su jornada laboral como teleoperadora. Como la mayoría de las que hizo esa mañana, esa última llamada tampoco obtuvo contestación.

– ¡Él se lo pierde! –pensó – Con lo buena oferta que es, ésta del spa y masaje relajante…

Y así se fue, tan campante y satisfecha, a tomarse una caña y unas bravas.

Jesús el que nunca se baña Lens

(Pero se ducha, ojo)

PD.- No sé si estábamos tan graciosillos, los últimos 17 de marzo: 2008, 2009, 2010 y 2011.

Tras la llamada…

– ¿Fuiste por los zapatos?

– Sí. Dejé la caja en la puerta del vestidor.

– ¡A ver cómo han quedado, que no me fío yo de ese zapatero tan jovencito…! ¿A dónde vas?

– A la azotea. Dejé tendida una camisa y ya debe estar seca.

¿Quiénes estos tipos, de qué hablan y qué se proponen (al menos, uno de ellos)?

Razón AQUÍ.

Jesús Lens.

La llamada

– Luis, ¿me oyes?

– Sí. Dime.

– Nada, que te oigo muy flojo. Muy bajo. ¿Dónde estás?

– En el garaje.

– Vale, vale. Nada, perdona que te moleste. Era sólo para recordarte que recogieras los zapatos, que los llevé para que les cambiaran las tapas.

– ¿Los zapatos?

– Sí, hijo. Que pareces alelado. Los za-pa-tos. ¿No te acuerdas que quedaste en recogerlos?

– Ah sí. Vale.

– Oye, ¿se puede saber qué te pasa? Te hubiera puesto un SMS, pero voy en el coche con el manos libres…

– Vale. Vale. Sí. No te preocupes. Los recojo. Los zapatos.

– ¡Gracias! Luego nos vemos. Chau.

– Chau.

 

Entonces, Luis abrió las ventanillas del coche y paró el motor. Se bajó y, tambaleándose, se acercó a la parte de atrás del vehículo. Se agachó y sacó del tubo de escape el otro tubo, el de plástico, que había comprado en la ferretería un par de días antes.

 

Jesús Lens Espinosa de los Monteros.