Estoy de acuerdo en que ‘La Resistencia’, el programa de humor de Movistar, debería retirar el sketch dedicado al motrileño barrio Huerta Carrasco donde se hace mofa de sus vecinos. Pero no lo exijo a modo de censura, línea roja o límite del humor. Lo planteo, sencillamente, como un buen aficionado a la comedia al que semejante mamarrachada le dio vergüenza ajena.
Cómo sería de malo el supuesto sketch que David Broncano, el responsable de ‘La Resistencia’, trató de echarle un cable al colaborador que perpetraba el numerito de marras, pero la cosa era tan patética, tan bochornosa; que ni su habitualmente afilado ingenio consiguió salvar el esperpento.
Sobre los inexistentes límites del humor me hizo reflexionar el experto en tebeos Antoni Guiral, cuando me explicaba que, circunscrito al marco de un espacio humorístico -sea una viñeta en la prensa, un programa de humor o un diario satírico- no debe existir límite alguno: el lector, espectador u oyente discierne perfectamente el entorno en que se cuenta el chiste o se hace la broma. Pero que eso no nos obliga a reírnos, por supuesto. Ni a simpatizar con el humorista de turno.
Y ahí es donde, pienso, radica el problema. En la bajísima calidad e ínfimo nivel de cierto humor que se está haciendo en nuestro país. Mientras que nos hemos hecho exigentes con el cine, donde ya no se soporta una españolada, con la música, el arte y la gastronomía; hay gente demasiado complaciente con un humor rancio y que huele a naftalina.
¿De verdad alguien se puede reír con chistes cargados de manidos tópicos sobre gitanos, homosexuales o personas con discapacidad? ¿Se imaginan ir hoy al estreno de una película de Pajares y Esteso con suecas en top less? Pues ese es el nivel de ciertos humoristas a los que, sin embargo, hay quien les ríe las gracias. Imagino que, así, se sentirán irreverentes y transgresores, los pobrecitos.
Y lo peor de estos supuestos humoristas, que suplen su falta de ingenio a base de provocaciones gratuitas, es que llaman jocosamente ‘ofendiditos’ a quienes no les siguen la corriente pero, cuando acaban despedidos -¡ay, el libre mercado!- no paran de llorar, incurriendo en un lamentable victimismo.
Jesús Lens